Chiruca / Expertos en el Camino de Santiago
Expertos en el Camino de Santiago

EL DIARIO DE PEIO

Diario Camino Santiago / etapa 01

Es martes, 3 de noviembre, llueve y hace frío. Comienzo a subir las duras cuestas que dan inicio al camino de Santiago partiendo desde Saint Jean de Pied de Port.

Sin tener ni idea de lo que me espera, voy siguiendo las flechas amarillas convencido de que a nadie más que a mí se le puede ocurrir iniciar el Camino en un día como hoy. Eso de pensar que estaré todo el camino solo me produce una cierta congoja, son muchos días caminando solo, calculo que treinta. Con mucha ilusión, eso sí, pero el miedo a lo desconocido y a una soledad tan prolongada, me ha llevado a llamar a algún amigo para que viniera a visitarme durante mi trayecto.

El exceso de peso en la mochila no impide que suba a paso ligero las duras cuestas que me llevarán a Lepoeder. He decidido subir por el monte y no por la carretera, por donde no queda más remedio que hacerlo cuando nieva. El paisaje es maravilloso a pesar de las nubes y de la lluvia que veo caer a mi alrededor, pero nunca me toca directamente un chaparrón.

Van pasando los kilómetros y no veo a ningún otro peregrino. Se están confirmando mis sospechas. Al sellar mi “compos” en Saint Jean de Pied de Port” me dijeron que esa mañana sólo habían pasado por allí, tres peregrinos de Canarias. Paro a tomar un café en el albergue “Ithurburia” desde donde se contempla todo el valle. Me dicen que allí han dormido dos peregrinos, ya son cinco los que están en el camino además de mí. La señora del albergue me dice que me dé prisa. Me ha visto perder mucho tiempo con una grabación que he realizado en su terraza y piensa que a ese ritmo no llegaré de día a Roncesvalles. Me preocupo, y arranco de nuevo acelerando el paso en las duras cuestas que tengo por delante.

Al llegar al refugio Orisson me encuentro con los dos primeros peregrinos de mi Camino. Un matrimonio que está preparándose el almuerzo con lo que llevan en la mochila. Preocupado por lo que me ha dicho la señora y viendo a esta pareja con tanta tranquilidad, les pregunto si corren el riesgo de llegar de noche. Ellos me dicen que de ninguna manera, ya han hecho el Camino y saben que tienen tiempo de sobra para llegar. Les saludo y sigo mi camino. Sigo subiendo, casi todo por pista asfaltada, hasta que en un alto, las flechas amarillas te separan del asfalto y te dirigen hacia el monte. Al poco rato, cruzas la frontera entre Francia y España.

Al entrar en Navarra, me encuentro con otra señalización, más intensa, y en la parte más alta del camino unos postes para que, en caso de nevadas, el peregrino no se pierda. Luego me enteraría de las muertes que se producen en el camino, en concreto en esa parte y por culpa de la nieve. En esa zona me encuentro a otros tres peregrinos más, un mallorquín, a quien no volvería a ver, una brasileña y un venezolano. Los saludo, hablo un poco y continúo mi marcha, comienza la última subida hasta Lepoeder.

Cuando me falta poco para llegar, sale el sol y la imagen que tengo de Roncesvalles desde el collado es maravillosa. No me lo puedo creer, casi no me ha llovido, cuando veía llover por los montes a mi alrededor, y cuando llego a lo más alto sale el sol para que disfrute con mayor intensidad de las vistas de Roncesvalles. El descenso lo hago por el monte, en lugar de dirigirme a la derecha para empalmar con la carretera que llega hasta Roncesvalles. La verdad es que lo ponen como peligroso y, ciertamente, bajar por allí lo es. No por una excesiva dificultad, pero si porque sí se echa la niebla es muy fácil perderse.

Nada más salir del bosque, me encuentro de frente la colegiata de Roncesvalles. He terminado mi primera etapa del Camino, agotado, mucho más de lo que pudiera haber imaginado. Sello mi “Compostela” y afronto mi primera noche en una litera con mi saco de dormir.

Diario Camino Santiago / etapa 02

No son las 7 de la mañana y el ruido de algunos peregrinos cerrando sus mochilas me despierta. Perezoso, salto de la litera, para ver como esos peregrinos inician su camino a oscuras bajo una intensa lluvia.

Voy tomando consciencia de lo que supone el Camino. Nada de dudas y decisión a la hora de afrontar cada jornada. En mi segundo día, todavía no tengo esa mentalidad, así que me visto despacio y me voy tranquilamente a desayunar al bar que está un poco más arriba que el albergue.

Espero a que amanezca y, sobre todo, a que pare de llover para iniciar mi camino. Esta etapa ya la conocía, así que estoy familiarizado con este maravilloso trayecto. Son 22 kilómetros en ligero descenso con dos “tachuelas” que hay que ascender, Mezkiritz y Erro.

Me detengo en Bizkarret a tomar algo en el bar de la plaza, y vuelvo a constatar que a la dueña, me lo dice directamente, lo de los peregrinos en su bar le desagrada. Incomprensible, pero por suerte, una de las pocas excepciones del Camino. Continúo mi camino mojándome con la discontinua lluvia que me acompaña, y me voy encontrando varios peregrinos por el Camino. Algunos de ellos empezaron la víspera en S Jean y otros han iniciado su camino en Roncesvalles. A todos les digo que el albergue Zaldiko de Zubiri está abierto.

En este albergue nos juntamos diez peregrinos. Allí nos encontramos con Serafín Zubiri y su hermano Oscar, propietario del albergue. Estoy viendo que no voy solo en el Camino y empiezo a conocer gente y a romper el hielo. Hoy estoy menos cansado que la víspera, quizás porque conocía el recorrido o, porque la maravilla de los paisajes y los bosques por los que caminas, convierte la caminata en un agradable paseo.

Diario Camino Santiago / etapa 03

Esta vez no inicio la etapa en solitario. Salgo con Alex, un venezolano, y con tres coreanos, Puka, Gina y un señor al que llamaban “father”. A la salida de Zubiri, desde el bacón de la última casa del pueblo, nos invitan a desayunar.

Los coreanos agradecen pero rechazan la oferta, Alex y yo no lo dudamos. Javier y su madre nos sorprenden con un bizcocho casero, que untado en el colacao, nos sabe a gloria. Javier me comenta que por delante de su casa pasan miles y miles de peregrinos de todo el mundo a lo largo del año. Le encanta hablar con ellos y conocerlos. Una maravilla.

Reanudamos la marcha, pero al poco rato me paro para que Alex siga andando. Me apetece ir solo. Es lo bueno del Camino, cada uno va a lo suyo. Si quieres quedarte solo no tienes que dar explicaciones y nadie se molesta. Al rato empieza a llover y me refugio en el soportal de una iglesia esperando que escampe. Aparecen los coreanos que se habían equivocado de camino, me hacen mucha gracia. Me parece que la lluvia me acompañará todo el día, así que es mejor hacerse a la idea y continuar el camino.

En Arleta, a 7 kilómetros de Pamplona, distingo la silueta de dos peregrinos que vienen en dirección contraria. Igual la contraria era la mía… Mayores, pero ágiles y con una cara de felicidad que contrastaba con la intensa lluvia y el viento que nos azotaba. Me paro a hablar con ellos. Salieron de Le Puy, llegaron a Santiago y volvían al punto de partida. Vuelvo a caminar totalmente aturdido pensando en mis dolores, mi cansancio, lo poco que he caminado y lo mucho que me queda. Me cuesta apartar de mi mente sus caras mojadas, pero alegres y frescas. Como si acabaran de salir del portal de casa.

Arrecia el viento y la lluvia, y me tengo que ir parando, cabreado y sorprendido, de lo que me está costando llegar a Pamplona. Consigo cruzar el puente sobre el Ulzama y me desplomo en los soportales del albergue del convento de la Trinidad de Arre. Completamente empapado y sin quitarme la mochila de la espalda, permanezco en el suelo unos diez minutos con los ojos entornados, alucinando. Sin poder creer lo que estaba sufriendo y lo que me faltaba hasta Santiago. Empiezo a dudar.

Paro a comer en el hogar del jubilado de Villaba, el lugar más apropiado para mi estado. La mesa más cercana al radiador y el cocido caliente me reaniman y me dan fuerzas para llegar a Pamplona.

Diario Camino Santiago / etapa 04

He quedado con un equipo de televisión para grabar a la salida de Pamplona, así que no madrugo. Atravieso la ciudad cuando ésta ya ha despertado. Los niños al colegio, las tiendas abiertas y el tráfico denso.

Me siento un bicho raro, un tío con mochila y lleno de barro cruzándome con ciudadanos “normales” que siguen su rutina diaria. Quiero salir de allí y volver a mi “hábitat”.

Con los de la Tv voy desde el río Sadar hasta la salida de Zizur. Ya he vuelvo a mi medio. Vuelvo al Camino. Solo estoy en la cuarta etapa y el camino ya me ha atrapado con su extraña magia. Sufro, pero no estoy a gusto con elementos extraños al Camino. Me siento bien con los otros peregrinos y cuando sigo la senda flechada por los campos.

La lluvia me acompaña hasta el descenso del puerto del Perdón, pero el barrizal por el que camino me acompaña hasta el final de la etapa. Un barro que hace que dos ciclistas tarden casi lo mismo que yo en hacer la etapa. Me los encuentro varias veces.

Los últimos kilómetros se me hacen eternos y tengo que parar varias veces. Llego a Puente la Reina arrastrando los pies, agotado y dolorido. A la entrada hay un hotel y entro en él, porque no me siento capaz de dar un paso más. En el bar me encuentro con Paco, un peregrino con el que había coincidido, que me está esperando. Yo creo que se olía que me iba a parar allí. Nos tomamos una cerveza y me anima a recorrer los 500 mts que me quedan para llegar al albergue. Una ducha y la litera me saben a gloria.

Diario Camino Santiago / etapa 05

Está a punto de amanecer y una suave bruma lo envuelve todo. Me voy al puente a ver amanecer y el paso de los peregrinos.

La primera en hacerlo es una japonesa menudita que hace el Camino intercalando dos días a pie y uno corriendo. Al llegar a Santiago se va a Lisboa a correr el maratón. Hay peregrinos de todo tipo. Veo pasar a varios por el puente. Esta noche estábamos bastantes en el albergue, muchos más de los que me hubiera imaginado al empezar.

Comienzo a andar cuando ya ha salido el sol. ¡El sol! No me lo puedo creer, es la primera vez que lo veo desde que he salido. Por desgracia, no dura mucho. Cerca de Mañeru, el tiempo cambia de una manera muy brusca. En cuestión de minutos, aparecen unos oscuros nubarrones que comienzan a descargar un despiadado aguacero. Camino rápido monte arriba hasta la altura de la autovía A12. Allí me protejo en un enorme tubo que atraviesa la autovía por debajo. No me dura mucho la protección, estoy en un colector de aguas y, al cabo de unos minutos empiezo a oír un inquietante ruido que proviene de la parte alta del tubo. Es un auténtico río lo que se está acercando a mí. Escapo rápidamente de allí, aunque no sé si es mejor el diluvio que me viene del cielo.

Mi mal es compartido con dos peregrinos con los que me encuentro al salir del agujero. Guillermo y Javi, dos riojanos que hacen el Camino a tramos, aprovechando fines de semana y fiestas. Otra forma de hacer el Camino.

Continuamos el Camino los tres peregrinos y al llegar a Cirauqui me puse a dar gritos en la calle llamando a un ciclista que corrió conmigo cuando era profesional, Jesus Mari Segura. Mis compañeros flipaban. Yo sabía que él era de allí, pero no dónde vivía ni siquiera si estaría en ese momento. La magia del Camino hizo que asomara su cabeza por la ventana de una casa. Sorprendido y contento de verme después de tanto tiempo, nos invitó a entrar en su casa. Nos hubiéramos quedado allí todo el día, comiendo, bebiendo y contando batallitas. Estoy descubriendo lo básico del Camino. Su esencia: comer, beber y charlar.

Durante el resto del Camino nos llovió a ratos, lo mismo que a ratos íbamos juntos o con unos metros. Con menos fatiga y menos dolorido, llego a Estella con mis compañeros de etapa. A gusto.

Diario Camino Santiago / etapa 06

Me asomo a la puerta del albergue para ver partir a los primeros peregrinos, y les veo alejarse bajo una persistente lluvia. Anoche estuvimos dando una vuelta y conociendo gente.

Fue muy agradable. Pero esta mañana me está costando arrancar. Noches alegres, mañanas tristes…

Espero a que amanezca para arrancar. Me cuesta, pero hay que seguir. Sigue lloviendo. Me paro a la salida de Estella a tomar un café y mis compañeros de Logroño siguen adelante. Aparece una japonesa que está haciendo el Camino a tramos también. Apuramos el café mientras nos concienciamos de que no parará de llover. Hay que salir.

Habla mucho Yoshino, que así se llama la japonesa, y siempre está alegre, a pesar de las condiciones de la marcha. No viajo con mis pensamientos como otros días, pero me divierto mucho con la compañía. Nos paramos en la bodega de la que “siempre” mana vino para el peregrino, pero ni gota. Si lo llego a saber hubiera seguido por el camino más corto, por la derecha de la carretera. Al llegar al hotel Irache, nueva parada y café con la esperanza de que cese la lluvia. En vano.

Como va tranquila mi compañera de etapa, me da tiempo a ir parando para hacer acopio de endrinas que recojo de las zarzas del camino. Le he explicado cómo se hace el pacharán y le doy la materia prima para que se lo haga en casa. Me lo estoy pasando bien con Yoshino, es divertida y aletarga mi cansancio y la incomodidad de la persistente lluvia. Pero tanta agua tiene un límite y necesito otro café. O sea, parar un poco.

En Azqueta, está todo cerrado. Al llegar a Villamayor de Monjardín nos encontramos con Sonia, la brasileña y con Amán un italiano aventurero, que están sentados en la parada del autobús protegiéndose de la lluvia. Nos dicen que el bar del pueblo está cerrado. No me lo puedo creer. Me pongo a gritar pidiendo a algún vecino que nos invite a tomar un café en su casa, pero no surte efecto. El pueblo está vacío y nadie se asoma a la ventana. Sólo se oye la intensa lluvia golpeando contra el suelo. Subo a la plaza donde está el bar del pueblo, cerrado, y llamo a la puerta de una casa al azar. Aparece un joven que me mira de arriba abajo mientras le pregunto por el bar. Me dice que no deberían tardar en abrirlo, así que decido jugármela y esperar bajo la cubierta del frontón. Al rato aparece una furgoneta. Es el único movimiento que hemos visto durante la media hora que llevamos en esta mañana de domingo, así que tiene que ser el del bar.

Voy corriendo para ver si siguen Sonia y Aman en la parada del autobús. Además de ellos, también están los dos riojanos que se habían parado en el Hotel Irache a jugar ¡al futbolín!, y también estaba una holandesa que venía haciendo el Camino desde Le Puy. Nos juntamos una buena cuadrilla a la puerta del bar esperando a que acabara de abrir la persiana. Los huevos fritos con jamón los regamos con mucho vino, para neutralizar el agua con el que nos había regado este domingo de noviembre. Por supuesto, también tenía que enseñar a la japonesa lo que era el pacharán y probarlo… Arrancamos todos juntos con gran alegría y menos lluvia, o eso creo… Desde Monjardin hasta Los Arcos se camina por una pista muy agradable, todo llano, pero sin poblaciones donde refugiarse. Recupero mi consciencia de golpe cuando veo a la holandesa a lo lejos, que se había desviado del camino flechado. Llueve intensamente, lluvia horizontal, con un fuerte viento de frente y ella camina decidida hacia la sierra de Codés. Empiezo a gritar con todas mis fuerzas, pero no me oye. Dramático. Los demás van por delante, desperdigados, agachados protegiéndose del fuerte viento y la lluvia. Yo estoy con Yoshino, y la holandesa por la pista de la derecha, a lo lejos, directa hacia el monte. No puedo dudar. Dejo la mochila en el cruce y echo a correr tras ella. Sin aire, consigo que oiga mis gritos y recupere el buen camino. Por hoy, ya he hecho la buena acción. Tengo puntos para gastar y ser un poco malo…

Cuando vuelvo al cruce, no está mi mochila ni la japonesa. Miro hacia adelante y la veo a lo lejos con su mochila a la espalda y la mía en brazos. Encantadora.

No para de soplar el viento y de llover hasta llegar a Los Arcos. Por la climatología, puede que sea una de las etapas más duras del Camino, pero no tengo ese recuerdo.

Diario Camino Santiago / etapa 07

Me enfrento a la etapa más larga hasta este momento. 28 kilómetros. Arranco la jornada con respeto a la distancia pero, sobre todo, con mucha resignación. Sigue lloviendo.

Guillermo y Javi se fueron a casa. Hoy lunes les toca trabajar. Me dejan el legado de la parada a mitad de etapa para comer mucho y beber más, pero me queda Yoshino, que vuelve a caminar conmigo en esta etapa.

En Torres del Río, paramos en el bar del albergue a tomar el cafecito. Empiezo a cogerle el tranquillo al Camino, las paradas del café, el almuerzo a mitad de etapa… En este albergue ha dormido Paco, y ha preguntado por mí. Va demasiado rápido. Ya no le volveré a ver. Con el café con leche y las magdalenas en el cuerpo, cuando estamos a punto de recoger la ropa del radiador, entran los tres canarios que conocí el primer día en Roncesvalles. Esperamos a que se tomen su café para caminar con ellos y, de paso, igual para de llover, pero ni con ésas.

Al rato de estar caminando, tengo la sensación de conocerles de toda la vida. Así es el camino. No paran de hablar y de reír, ajenos a la intermitente lluvia que nos acompaña. No sé como agradecerles su agradable compañía y voy pillando todo lo que puedo por el Camino para ofrecerlo. Las uvas están para comer y no parar, higos, membrillos… Me cuentan que cuando eran pequeños bajaban a la playa con membrillos y jugaban con ellos en el mar. Al contacto con el agua salada, los membrillos se convertían en unos frutos dulces, para comerlos a mordiscos.

Poco antes de llegar a Viana, el día nos regala un enorme arcoiris que nos acompaña durante varios kilómetros. Ya en Viana, acompañados de Sonia a la que encontramos sentada en una roca comiendo uvas, hacemos la parada de rigor para sentarnos frente a una mesa con buenos manjares y mejor vino. Lo justo y necesario para afrontar la última parte de esta etapa.

Al llegar a Logroño, me despido con mucha tristeza de Yoshino que tiene que ir a trabajar y de los “Tiagos”, los tres canarios que ponen fin a su semana de Camino. Lo retomarán desde aquí dentro de unos meses. Me quedo nuevamente solo, aparentemente. Pero el Camino son sorpresas y encuentros que se suceden una detrás de otra. Hablando con el hospitalero del albergue de Logroño, aparece un enorme caballero de largas barbas blancas. Nos presentan y comenzamos a charlar.

Marcelino, que así se llama, lo conoce todo del Camino. Con su impresionante vozarrón va desgranando anécdotas e historias del Camino, una tras otra. Creo que nos merecemos irnos a tomar un vino para continuar la conversación en un entorno más acorde. Salimos con la intención de ir a un bar, pero me lleva a una antiquísima bodega que está cerca del albergue. Ya estamos en La Rioja y los vinos se suceden, uno detrás de otro. Tras unos cuantos, Marcelino se ofrece para acompañarme al día siguiente hasta Navarrete y sellamos el acuerdo con un apretón de manos, por si el alcohol quema las palabras. A las 8 de la mañana en la puerta del albergue.

Diario Camino Santiago / etapa 08

A las 8 en punto de la mañana, abro el enorme portón del albergue de Logroño y me encuentro a Marcelino vestido de peregrino a la antigua usanza. Su imagen, con la capa cubriendo su enorme cuerpo, impresiona.

Nos abrazamos, ha cumplido su palabra. Comenzamos a caminar, al mismo tiempo que empieza a contar historias. Una detrás de otra. Al principio no le escucho, estoy demasiado impactado con su imagen como para entender lo que me está diciendo. Los demás peregrinos también le miran atónitos, y algunos también se unen a nosotros para preguntarle cosas y escuchar sus historias. Este logroñés lleva años en el Camino. Es un mítico. Lo sabe todo del Camino. O casi todo. Como dice él, nadie puede saberlo todo.

Llegamos hasta Navarrete, pero Marcelino no se vuelve a casa. Nos complace acompañándonos hasta Nájera. La etapa es larga y sosa, pero se hace entretenida con la compañía. ¡Y no llueve! Sólo ha llovido un poco al inicio en el parque de La Grajera, pero por primera vez hago una etapa con la ropa seca.

A Marcelino le conoce todo el mundo por el Camino, y se va parando a saludar, a hablar con la gente de los pueblos, a tomar un vino… La etapa tiene 30 kilómetros y, entre tanta parada, tanta charla y la parsimonia con la que camino Marcelino, llegamos a Nájera cuando está anocheciendo. Estoy reventado, no ya tanto por los kilómetros, que también, sino por la cantidad de horas con la mochila a cuestas. Acostumbrado como estoy a recorrer distancias en el menor tiempo posible, se me hace difícil andar despacio, sin tiempo, sin cronómetro.

Antes de ir a sellar la credencial al albergue nos paramos en un bar de Nájera a tomar una cerveza. A la tercera cerveza, no me cuesta convencerle para que nos acompañe hasta Santo Domingo de la Calzada. Así, que buena cena en un restaurante y a dormir, que no puedo más.

Diario Camino Santiago / etapa 09

Nada más salir de Nájera, nos encontramos con una fuerte subida de algo más de un kilómetro.

No sé si es por la subida o, porque es el primer día que vemos aparecer el sol por el Este, pero nos hemos juntado una buena cuadrilla de peregrinos en esta primera parte de la etapa. El resto de los días, cada peregrino iba iniciando su camino a su aire, más o menos decidido a enfrentarse a la lluvia, pero hoy parece un día de fiesta. Hemos salido casi todos al mismo tiempo, decididos a ver, ¡por fin!, el sol.

Empezamos la etapa en un continuo subeybaja, entre el intenso colorido de los viñedos y, entusiasmados de comprobar que nuestra sombra sigue aquí, que nos acompaña perfilada por el sol de la mañana. La gente se va desperdigando por el Camino, cada uno a su aire, a su ritmo. Nosotros formamos un pequeño grupo en el que estamos, además de Marcelino y yo mismo, Alex, Sonia y Amán. Caminando juntos y escuchando el repertorio sin fin de historias que tiene Marcelino en su cabeza. De nuevo, como ayer, paramos, comemos, bebemos, saludamos y vamos avanzando. Sopla el viento del Oeste, de frente, y esto provoca que la llamativa imagen de Marcelino caminando entre viñedos, se engrandezca. El viento colocaba su larga melena en horizontal, sus blancas barbas le rodeaban el cuello y su capa levantada le convertía en una especie de peregrino-supermán del Medievo.

Nos vamos acercando a Santo Domingo. Sentimos cierta inquietud al atravesar Cirueña, y ver que el Camino atraviesa una urbanización fantasma. Campo de golf y chalets sin apenas habitantes.

Aceleramos el paso para volver al campo, al Camino entre viñedos, a sentir el sol. La verdad es que, después de tantos días, el sol te da alegría, te cambia el ánimo.

Llegamos sonrientes a Santo Domingo de la Calzada y, después de sellar la credencial, dejar la mochila, visitar la catedral, el gallo y la gallina, llega la hora de la despedida. Emotiva despedida de Marcelino en la plaza frente al albergue de peregrinos. Estos dos días del Camino los ha llenado con su enorme humanidad y sus cientos de historias contadas con su característico vozarrón que lo llena todo a su alrededor. Se monta en el autobús de línea para volver a Logroño, con toda su caracterización de peregrino medieval, y nos deja vacíos.

Diario Camino Santiago / etapa 10

Santo Domingo es uno de esos lugares en los que el peregrino no se siente extraño. Está en su casa.

El Camino de Santiago está presente en toda la localidad, y da un poco de pena abandonarla. Por eso he salido del albergue a oscuras, cuando aún no ha amanecido, para dar una vuelta y tomarme un café. Salgo caminando solo del pueblo, pero enseguida me voy encontrando peregrinos. Somos los mismos que salimos de Saint Jean o de Roncesvalles, y ya nos vamos conociendo. Estamos conformando un grupo de una docena. Con alguno camino un rato y charlamos para, al rato, seguir cada uno nuestro ritmo de caminata y separarnos. Sabemos que nos encontraremos al final de etapa. Empezamos a sentir que vamos juntos, que cada uno hace su Camino, que nadie espera nada de nadie, pero que todos nos ayudamos en lo que podemos.

Al llegar a Grañón, voy buscando un lugar para almorzar. Al final de la calle veo una señora y le grito desde lejos si sabe de algún sitio donde poder comer y beber algo. Gritando también, y con toda la alegría del mundo, nos invita a ir donde está ella. Tiene un bar y nos acoge a gusto. Y tan bien que nos acoge. Allí entramos Alex, Sonia, Aman y yo, y nos da de comer y beber. La mujer es encantadora, y me hace leer un texto sobre el Camino mientras me dice que todos los días invita a hacerlo a un peregrino. Cada día uno diferente. Tiene uno para cada día del año. Al rato, sin moverme de la silla donde he comido y he leído en alto, me da un masaje en la cabeza. Me relajo y disfruto mientras los demás miran asombrados. Luego le da otro masajito al italiano Aman y nos marchamos sabiendo que no nos olvidaremos de este lugar ni de la dueña del bar.

Continuamos nuestro Camino. A veces juntos y otras en solitario, separados tan solo por unos metros. Queremos llegar a Belorado, el paisaje es bonito, pero el Camino, tan pegado a la N-121, no es nada agradable. Llegamos a Belorado con unos tímidos amagos de sol, pero con un intenso frío. De nuevo estoy machacado, me duele todo. Caminar tanto tiempo con un peso a la espalda no tiene nada que ver con correr o andar en bicicleta. Por muy en forma que estés, esto es diferente. Cada día me aparecen dolores diferentes. Y los de la víspera desaparecen. Esto no lo entiendo.

Después de sellar la credencial, voy a la plaza de Belorado a comer algo. Al rato aparecen el alcalde y el concejal de deportes que me cuentan todo lo que quieren hacer en esta localidad con su tramo del Camino de Santiago. Lo quieren tratar con cariño. Al irme, voy a pagar y me dice el camarero que me han invitado. Se agradece.

Por la noche, cena multitudinaria en el albergue. Cesare, el otro italiano del grupo ha preparado cena para todos. Ya tenemos grupo, más los que aparecen y desaparecen. Allí estamos Cesare, Aman, Alex el venezolano; Sonia, la abogada brasileña; el francés, el polaco; Gina y Puka las coreanas que se han quedado sin su acompañante inicial; los dos alemanes de 17 y 18 años que salieron andando desde Colonia… Comida, bebida, risas y muy buen rollo entre todos.

Diario Camino Santiago / etapa 11

Ya son muchos días coincidiendo los mismos peregrinos en los mismos albergues y ya notamos una gran complicidad entre nosotros. Hasta ahora no hemos planeado nada.

No hemos quedado en ningún sitio, simplemente nos hemos alegrado al encontrarnos al finalizar cada etapa. Lo dejamos en manos del destino o de lo que sea, pero ese “loquesea” nos ha ido uniendo día tras día. Uniéndonos y haciéndonos compartir nuestros caminos. Inicialmente, individuales.

La salida de Belorado no tiene nada que ver con el tramo que nos lleva hasta esta localidad. El camino se hace agradable en una continua y ligera subida. Andamos por caminos que han sido delicádamente alejados de la ruidosa carretera. Nos vamos encontrando por el camino. Lo compartimos. A ratos hablas con uno, luego te emparejas con otro y también caminas solo. Hoy hemos hablado antes de salir. Hemos marcado la población de Villafranca Montes de Oca como un buen lugar para deleitarnos con un almuerzo y descansar un rato. Cesare, nuestro chef-cocinero, es la sexta vez que hace el Camino. Piensa recorrerlo en doce ocasiones, una en cada mes del año. El se conoce el camino y nos ha advertido de la dureza de esta etapa. Nos ha recomendado hacer una pequeña parada antes de afrontar la subida a Montes de Oca. Así que nos hemos ido encontrando todos en una fonda de Villafranca.

Menos los alemanes. Ellos no paran nunca. Salen por la mañana después de desayunar en el albergue y no paran hasta llegar al siguiente albergue. Allí se preparan un poco de pasta con el hornillo que llevan en la mochila. Después se tumban en la cama hasta las 6-7 de la tarde, que es cuando cenamos. Cada día lo mismo, desde Colonia, Alemania. Les hemos visto pasar desde la ventana de la fonda mientras comíamos y bebíamos. Como siempre, primero el joven de 17 años-el más rápido- y más tarde el “viejo” de 18. Salen los últimos y llegan los primeros. Todos los días.

Comenzamos la ascensión a Montes de Oca. Cada uno a su aire. A su ritmo. Un camino de montaña entre hayas y robles. Al rato de estar subiendo, veo al fondo una pareja de peregrinos que gesticulan y charlan animadamente. Según me voy acercando reconozco a Cesare. No es hasta que estoy a veinte metros que identifico al otro componente de la animada pareja. Descubro sorprendido que se trata de Roman. El polaco. El que no habla más que su idioma y un poco de inglés. En lo que llevo de camino no le he oido hablar. De vez en cuando gesticula o balbucea tímidamente algo incomprensible. Por eso me acerco divertido a Cesare y le pregunto por lo que se están contando en esa conversación aparentemente tan entretenida. Riéndose me contesta que en el Camino existe un idioma universal con el que nos podemos comunicar todos los peregrinos. Entre pensativo y divertido, sigo mi ascensión y me alejo de esta pareja que continúa con sus aspavientos, sus gestos faciales y sus palabras. Aparentemente inconexas. El entorno por el que discurre esta etapa, consigue que no sienta tanto el cansancio y los diferentes dolores a los que, a pesar de los días pasados, no me acostumbro. Llego hasta San Juan de Ortega donde todo está cerrado. Visitando el monasterio me encuentro al matrimonio belga que viene con nosotros pero que van a su aire. Coincidimos en casi todas las etapas. Algunas veces comparten la cena comunitaria que organizamos en el albergue. Otras, no se sabe donde están. Van a su aire. En pareja. Pero siempre nos alegramos de reencontrarnos.

Recorro despacio los cuatro kilómetros hasta Agés. Agotado, pero con la alegría en el cuerpo por haber disfrutado de una etapa que discurre en un entorno maravilloso. Mi alegría se intensifica al descubrir este pequeño pueblo y el cariño con el que nos reciben en el albergue de San Rafael. Mis “compañeros” van llegando y nos vamos “adueñando” de nuestra casa. Aparece algún peregrino nuevo, al que no hemos visto nunca. En concreto tres que llegan con una minúscula mochila y ropa deportiva. Se apropian de la mesa que está junto al futbolín y no se mueven de allí hasta que se van a las literas a dormir. Aprovechamos nuestro particular torneo internacional de futbol “indoor” para charlar algo con ellos. Desde su mesa, -mientras van dando buena cuenta de sus barritas energéticas y sus productos recuperantes- nos cuentan, orgullosos, que van haciendo las etapas de dos en dos. No los veremos más. Creemos que quieren batir algún record.

Diario Camino Santiago / etapa 12

Todavía es de noche y llueve intensamente. Salgo a la puerta del albergue para ver como se alejan los peregrinos bajo la lluvia en la oscuridad. Me atrae esta imagen.

Los de las barritas energéticas ya hace mucho rato que partieron con sus frontales. Yo espero unos minutos a que amanezca. Incluso un poco más, por si para de llover. Como continúa la lluvia, nos ponemos los plásticos y comenzamos a andar. A poco más de dos kilómetros de Atapuerca, cesa la lluvia y podemos caminar sin el dichoso plástico que nos cubre con la mochila incluida. Cuando coronamos el alto que hay después de Atapuerca, podemos ver la ciudad de Burgos. Sabemos que la segunda parte de la etapa no será nada agradable, ya que discurre por carreteras, polígonos industriales y zona urbana. De hecho, Cesare, que ya se lo conoce, ha decidido coger un autobús para hacer esta etapa. Algún otro peregrino le ha acompañado. Aman ha dudado, pero finalmente se ha venido con nosotros. Como dice él: “e’ come voler evitare ciò che e’ sgradevole ma…anche questo e’ parte della vita e quindi del Camino (es como querer evitar aquello que es desagradable pero…también esto es parte de la vida y por lo tanto del Camino)”

Al bajar del páramo nos vamos encontrando flechas amarillas contradictorias. Unas borradas, otras pintadas encima de otras… Esta batalla de flechas está para que los peregrinos pasemos por tal o cual pueblo, bar, fonda o ermita. Tienes que optar por la intuición. Tiramos hacia el oeste, en este caso, derechos a lo que vemos al fondo, Burgos. Finalmente aparecemos en Cardeñuela, donde paramos a tomar el café. Poco antes nos habían alcanzado los alemanes, que todavía iban juntos. Les doy conversación con el propósito de que hagan una parada en su camino. Cuando vamos a entrar en el bar, ellos iban a continuar su marcha. Como siempre, sin parar hasta el albergue de Burgos. Insisto en invitarles a un café con leche y dubitativos, acaban aceptando. Lo he conseguido. Es la primera parada que hacen desde que comenzaron a andar hace más de dos meses.

Al llegar a Villafría, el joven ya había arrancado la moto y marchaba 200 metros por delante. Al mayor de los dos alemanes lo mantenía junto a nosotros a base de preguntas y conversaciones. De nuevo consigo convencerle de que nos acompañe en el almuerzo que vamos a hacer en el hostal Iruña. Con un silbido hace volver al redil a su compañero de fatigas y entre todos -no tienen un céntimo- les invitamos al almuerzo.

Por la noche, ya en Burgos, riegan su cena con vino. Se ponen muy graciosos. Creo que es la primera vez que prueban el alcohol desde que salieron. Estoy seguro de que su forma de hacer el camino a partir de ahora va a cambiar. No sé si para bien o para mal, pero seguro que disfrutarán de vivencias memorables.

Diario Camino Santiago / etapa 13

No hay nadie por la calle. Es un verdadero placer salir de Burgos en estas condiciones. Volver a pasar por delante de la catedral aún iluminada. Pasar por sus calles vacías.

Salir de la ciudad a través del paseo que discurre junto al río Arlanzón. Entiendo a Cesare cuando evitó la entrada a Burgos cogiendo el autobús, pero la salida no tiene nada que ver. Es agradable. Vas entrando paulatinamente en lo que será el paisaje que acompañe al peregrino durante varios días; la meseta castellana y los campos de cereales.

En Tardajos nos vamos juntando toda la “cuadri” a tomar café en un bar. Es sencillo. El primero que llega entra y deja su mochila en el exterior, junto a la puerta. A medida que van llegando los peregrinos, ven la mochila y deciden si entran o siguen su camino. Hoy hemos parado todos y los parroquianos se han sorprendido al ver un grupo tan heterogéneo, tan diverso y con tantos idiomas a la vez, pero tan bien avenidos y con tan buen rollo. Tras unas cuantas risas, arrancamos después de haber comentado que Hornillos del Camino es un buen lugar para hacer una pequeña parada y “repostar”.

De Tardajos a Hontanas nos separan 20 kilómetros. Abandonamos las carreteras y los pueblos. El camino se introduce en la meseta por pistas donde solo se ven campos y colinas a ambos lados. Es muy agradable caminar por aquí, pero sabemos que el único lugar que tenemos para avituallarnos hasta el final de etapa es Hornillos del Camino. Cuando llegamos allí nos encontramos al francés y a los alemanes sentados en la calle. Nos dicen que está todo cerrado y nos miramos unos a otros sin saber muy bien qué hacer. Estamos cansados y no tenemos donde comer o beber algo, ni siquiera un lugar donde descansar protegidos del frío y del viento. Veo una puerta con el letrero de casa rural fuera. Oigo ruidos y llamo a la puerta. Hay dentro están una decena de jóvenes leoneses que han alquilado la casa para pasar el fin de semana. Por sus caras deduzco que han pasado la noche bebiendo y jugando a cartas. No creo que mucho más. Aprovecho su falta de sueño y su sorpresa para pedirles algo de beber y sentarme en la gran mesa junto al ventanal. Les he dicho que somos peregrinos y que somos 4 o 5. No han tardado mucho en entrar y sentarse en la mesa. Nos sacan botellas de 2 litros de refresco y restos de la noche, principalmente ron. Al principio hablamos con ellos mientras bebemos. Ellos en los sofás junto al televisor y en la escalera que da a las habitaciones. Nosotros en la gran mesa del ventanal. Alguien ha dejado una mochila en el exterior y según va pasando el tiempo, van entrando más peregrinos con absoluta normalidad. Ellos han dejado de hablarnos. Simplemente, nos miran atónitos mientras bebemos y reímos celebrando la entrada de cada nuevo peregrino en el improvisado albergue. Las últimas en llegar son las dos coreanas. Tras un imperceptible saludo a los “hospitaleros”, se dirigen una a la cocina y la otra al baño con la misma decisión y naturalidad que lo haría cualquiera en su propia casa. después de hacer unas cuantas risas y dejar que las coreanas bebieran un poco más, abandonamos el lugar. No sin antes, agradecer sinceramente la acogida y desearles que sigan la fiesta. Ellos siguen sin articular palabra, pero levantan tímidamente la mano para despedirse. Yo creo que a estos jóvenes les ha cambiado la imagen que tenían del peregrino. Hasta me los puedo imaginar haciéndolo dentro de poco.

Enfilamos juntos la pista que nos llevará durante 10 kilómetros hasta Hontanas. Ya no hay nada en la meseta. Alguna pequeña subida y bajada y mucho viento de frente. El entorno me parece que tiene un gran atractivo. No es tan mala la meseta como dicen los conocedores del camino. Cada uno va a su ritmo y nos vamos disgregando por el camino. Veo que el alemán joven arranca la moto y me meto a su “rueda”, literalmente. Se sorprende de que le aguante el ritmo, pero no sabe que le podría sorprender algo más.

El tramo se hace eterno. Ya hemos quemado la glucosa del refresco con ron y empiezan a flojear las piernas. Además del fuerte viento de cara, lo duro es mirar al frente, al horizonte y no ver más que campo. Pero ese desasosiego se convierte en una gran alegría cuando te encuentras de bruces con el campanario de la iglesia de Hontanas. No la vés hasta que estás a menos de un kilómetro, allí abajo escondida. El albergue está abierto pero no hay nadie para recibirnos. Según vamos llegando nos vamos colocando en las literas. A las dos horas aparece una señora del pueblo que nos sella las credenciales. Cada semana se encarga del albergue una familia diferente. Creo que son cinco las familias que viven en Hontanas. La misma señora nos vende pasta, los huevos y alguna cosa más con la que Cesare nos hará la cena. Qué más podemos pedir; el albergue es nuestro, todos nos ponemos en marcha para poner la mesa, en la cocina los fogones están en marcha y la señora no sólo nos vendió genero para la cena, también un delicioso vino. No dejamos una sola botella llena. Más que nada por no cargarla en la mochila al día siguiente.

Diario Camino Santiago / etapa 14

El cielo está despejado. La salida de Hontanas es de lo más agradable del camino. Voy por una senda alejada de la pequeña carretera, a media ladera del monte.

He salido solo y un agradable silencio me acompaña mientras me deleito con un amanecer soleado, sin parar de andar. Siento las piernas extrañas, pero voy bien. Ayer recibí un masaje en la planta de los pies. Me lo dio Puka, una de las dos coreanas que vienen en el grupo. Son extrañas estas coreanas. Les encanta estar en la “cuadri”, pero a la vez son distantes. Vienen acompañadas de “Father”, pero este va a su bola, habla poco y solo le ves conversando si aparece otro coreano por aquí. “Father”, que no nos ha dicho su nombre, es un cura amigo de Puka. Gina, la otra coreana, es amiga de Puka pero no conocía a “Father”. El caso es que las dos coreanas hacen el camino juntas, con nosotros. Solo se encuentran con el otro en los albergues. Es muy serio, y no veía con buenos ojos que me diera un masaje, que tenía de todo menos de agradable. Con dos palillos especiales iba “agujereando” la planta de mis pies en unos puntos especiales, que correspondían a no sé qué partes del cuerpo. La verdad es que me lo explico, pero yo no me enteraba de nada. Bastante tenía con agarrarme con fuerza a la litera de arriba y gritar. Gritaba como un cerdo el día de San Martín. Era extremadamente doloroso. El placer solo llegaba cuando dejaba de apretarme con la punta de sus palos en la planta de mis pies.

Poco antes de llegar a las ruinas de San Antón y pasar bajo su arco, el sendero por el que camino me devuelve a la carretera. No hay tráfico, pero tienes que caminar por una carretera sin arcén apartándote cuando aparece la típica furgoneta. Esto no lo entiendo. Con lo que se gastan en promocionar el Camino. Incluso en destrozar tramos echándoles todouno, cemento y hasta asfalto. Podían mantener la senda por el campo o monte para disfrute de los miles de peregrinos que pasan por allí. Por lo menos hasta Castrojeriz. Aquí sí, en esta población sí que se preocupan de poner flechas amarillas por todo el pueblo para llevar a los peregrinos como un rebaño arriba y abajo. No dejan escapar un solo peregrino sin pasar por todos los monumentos, iglesias, puentes, bares y restaurantes del pueblo. Eso si sigues disciplente el sentido de las flechas amarillas. Cesare, perro viejo que ya se conoce el percal, dejó de seguir las flechas a la entrada del pueblo y siguió de frente.

A la salida de Castrojeriz me encuentro con Cesare, Romano, Puka y Gina. Habían salido mucho más tarde pero no habían seguido las flechas. De nuevo, el camino discurre por una pista de tierra donde caminas sin estar pendiente de los coches. Mirando al frente, a un par de kilómetros de distancia, ves una auténtica pared con una herida que la cruza en diagonal, de abajo a arriba. Por allí tenemos que subir. Desde lejos impresiona. Cuando llego arriba, compruebo que el esfuerzo merece la pena por las vistas. Descansamos un poco y arranco antes que los demás. Esto es el camino. A ratos solo y otras acompañado.

Sigo mi camino rodeado de amplios horizontes. Solo veo algunos peregrinos por delante y por detrás. Están lejos pero cerca, o mejor dicho, están cerca pero lejos, no sé. Paro a beber agua en la Fuente del Piojo. Más adelante, paso junto a la capilla de San Nicolás, un albergue que regentan los italianos de la Confraternitá di San Giacomo. Pero está cerrado. Cruzando el Pisuerga, entro en Palencia, en Tierra de Campos. Itero de la Vega es el lugar estratégico para la parada diaria. En el bar del albergue está Alex, con otros peregrinos. Peregrinos de los que aparecen y desaparecen, o de los que ves un día y no los vuelves a ver más. Mientras damos buena cuenta de los huevos con chorizo, van llegando más peregrinos. La “familia” vuelve a estar unida. Por un rato.

Los 8 kilómetros entre Itero y Boadilla del Camino discurren por una pista en línea recta que asciende hasta un otero a mitad de recorrido entre las dos poblaciones. Un tramo agradable y tranquilo para gozo y deleite de los peregrinos. No tardarán en joderlo y asfaltarlo para gozo y deleite de los coches. Al tiempo. A la entrada de Boadilla nos encontramos con el albergue donde vamos a pernoctar, el “Puzu”. La alegría me desborda. Hoy no he llegado tan cansado ni dolorido como otros días y el albergue tiene una pinta fantástica. La sorpresa me la llevo cuando entramos al jardín. Vamos tres peregrinos y saludamos alegremente al propietario del albergue, un joven alavés. Tras un seco “buenas tardes”, sus siguientes palabras son: “estáis entrando en mi casa y a partir de ahora tenéis que respetar las normas de mi casa. Aquí todos los peregrinos son bienvenidos, pero si alguno de vosotros no es auténtico peregrino y es un turista, lo echaré a la puta calle sin contemplaciones”. A partir de ahí nos hizo seguirle como corderillos, sin dejarnos hablar ni quitarnos la mochila, enseñándonos todas las instalaciones del albergue con sus pertinentes instrucciones. Para acabar, nos indicó la litera en la que teníamos que dormir cada uno. No podíamos elegir.

Según seguía disciplente al hospitalero por sus instalaciones, me percaté de que los dos alemanes y el francés que ya estaban allí asentados, nos miraban divertidos desde los sofás del salón. Se reían de nuestras caras de pazguatos atónitos que llevábamos. Así que entendí que lo más divertido del día sería ver la cara de las coreanas, la brasileña, el polaco y demás cuando se encontrarán a este espécimen de hospitalero soltándoles la retahíla de normas de conducta y pensamientos filosóficos sobre el Camino mientras le seguían por todas las estancias. Efectivamente, sus caras y las miradas que se cruzaban fueron de antología.

No tardo en percatarme que el lobo no es más que un corderillo disfrazado. Efectivamente, una vez asentados en “su” casa, comprobamos que el hospitalero es un tío encantador. Cenamos juntos, disfrutando de la cocina de Cesare regada con una buena cantidad de vino. Al terminar, el hospitalero nos trae dos botellas de orujo que tenía guardadas, “para que probemos”. Soy de los primeros en irme a dormir. Mientras me alejo veo a uno de los alemanes abrazándose indistintamente al hospitalero y a una de las coreanas. “Joder cómo está cambiando el cuento”, pienso mientras intento conciliar el sueño.

Diario Camino Santiago / etapa 15

Llueve ligeramente en la oscuridad. No sé porqué hoy me preocupa especialmente el tiempo. No es que tenga resaca y me pudiera desagradar especialmente la lluvia, pero podía ser.

Lo que sí es cierto es que hoy me desentendido del resto al salir, aunque no del todo. Ayer quedamos en celebrar el paso del ecuador del camino en Villarmentero de Campos, si se tercia. Así que arranco y empiezo a salir de Boadilla del Camino al mismo tiempo que el sol empieza a salir haciéndose hueco entre las nubes. Disfruto con el espectáculo. Me parece un auténtico regalo lo que estoy viviendo. Al poco de salir de Boadilla, el camino se une al canal de Castilla para que los peregrinos disfrutemos aún más de nuestro caminar. Empieza a llover, pero la belleza del entorno y el recuerdo de la cena, mantiene mi sonrisa perenne.

Mi bobalicona sonrisa desaparece a la entrada de Fromista, cuando esa ligera lluvia se convierte en un incesante chaparrón. Acelero mi paso buscando refugio. Tengo la sensación de caminar bajo el chorro de la ducha. Además de que Fromista es un pueblo interminable donde no hay ni un solo bar abierto. Debo volver algún día para que cambie mi percepción de esta localidad. Al final encuentro un lugar donde tomarme un café y protegerme del chaparrón. Poco a poco van llegando los demás peregrinos. Absolutamente empapados como si los hubieran sacado del canal. He dejado la mochila en la puerta, pero no era necesario. Era el único sitio al que podían venir si no quieren ahogarse. Entre la calefacción del lugar y el vapor de nuestras ropas nos encontramos de nuevo juntos, sin quedar y sin hablarlo. Volvemos a sentirnos a gusto, demasiado a gusto todo el grupo. Decido marcharme solo, sin esperar a que escampe. El Camino está por delante y las cosas tienen que pasar porque llegan, no porque las forzamos. Nada más salir bajo la lluvia, a los cinco minutos de estar caminando, deja de llover. Esto es la leche. A tres kilómetros y medio por un andadero paralelo a la carretera, llego a Población de Campos. Después de visitar la ermita de San Miguel decido continuar por el andadero. Aquí podía haber tomado un camino que discurre a la derecha del río Ucieza durante 7 kilómetros, pero me he mojado demasiado hoy y no hay mucho tráfico al lado del andadero. Así que sigo hasta Revenga de Campos donde hago una pequeña paradita al lado de la escultura de un peregrino, donde nos vamos uniendo todo el grupo. La verdad es que aunque camines más rápido que otros, la diferencia de tiempo es mínima. Yo veo que voy más rápido que los demás, pero a los 5 minutos de parar empiezan a aparecer.

Decidimos seguir hasta la parada prevista en Villarmentero de Campos, donde teóricamente se encuentra el ecuador del camino francés. No sé cómo se han hecho los cálculos para situar a esta población como mitad del camino, pero todo sea por celebrar algo… Celebración que se va al traste porque en noviembre no hay nada abierto y no es plan de montarla al aire libre. Lo posponemos hasta Villalcázar de Sirga. Llego tan cansado que me meto en el primer bar que veo. El que está frente a la entrada de la iglesia de Santa María la Blanca, cuya torre me pareció inclinada como la de Pisa. A lo mejor estaba muy cansado. Aquí tampoco celebramos ningún paso por el ecuador porque el local no se prestaba a ello. A lo largo del Camino te encuentras con sitios donde tratan al peregrino con indiferencia o como meros billetes andantes-los menos-. Otros, donde se trata al peregrino con un cariño especial. En Villalcázar no acertamos con el sitio bueno.

La celebración llega por la noche a la hora de la cena en el albergue de Carrión de los Condes. Nos encontramos con la sorpresa de que Gina y Puka junto a “Father”, los coreanos, han hecho la compra y nos han preparado una comida coreana. En la cena nos reunimos el “equipo peregrino habitual” junto a algunos más con los que coincidimos y les invitamos a unirse a nuestra mesa. Dos de las monjitas del albergue, que se han portado fenomenal, se unen también a compartir los postres con nosotros. Simpatiquísimas ellas, nos dirigen en el “cumpleaños feliz” que le cantamos al italiano Amán por su aniversario. Reparten la tarta y nos regalan una figurita de la Virgen Milagrosa con un hilo para colgarla del cuello. Algunos nos miramos mientras nos preguntamos qué hacer con la virgencita que tenemos en la mano.

El día ha sido duro por la monotonía del recorrido y especialmente por la climatología. Pero la velada ha sido maravillosa y nos vamos a las literas con la sonrisa en la cara y la alegría en el cuerpo. Me fijo en el grupo y veo que nos vamos todos a dormir con la virgencita colgada del cuello.

Diario Camino Santiago / etapa 16

En el albergue del Espíritu Santo no hay literas. Duermes en camas. Muchas en una habitación grande, pero camas.

Ayer me fui a dormir con una sonrisa en la cara después de la cena coreana; de celebrar el cumpleaños de Amán y del buen trato de las simpáticas monjitas. Pero hoy me he despertado espeso, casi tan espeso como la niebla que me rodea mientras voy saliendo de Carrión de los Condes. Al principio no me molesta la niebla, incluso pienso que le da un aspecto fantasmagórico al Camino y que ha aparecido en el día más oportuno. En una etapa que puede resultar muy monótona, toda en línea recta, llana. Los 17 primeros kilómetros sin un solo pueblo ni fuente y rodeado por la inmensidad de los campos de cereales.

Pero al poco de salir de Carrión, la niebla me empieza a molestar por el peligro que estoy corriendo en esta primera parte de la etapa. Las flechas amarillas te van llevando por cruces y carreteras llenas de tráfico y tienes que atravesar rotondas para rematar la faena en unos tres kilómetros que hay que recorrer por una estrechísima carretera sin arcén que nos lleva hasta la Abadía de Benevívere. En esta parte ya no tenemos el tráfico de la salida de Carrión, pero los pocos coches que pasan no te ven hasta el último momento. Sigo pensando que la niebla me molesta, pero me molesta mucho más que jueguen con la vida de los peregrinos haciéndoles pasar tanto peligro.

Algo más de un kilómetro después de la Abadía de Benevívere la carretera termina y comienza lo que llaman la Vía Aquitana. Una pista ampliada, de “todouno” prensado y elevado más de medio metro del suelo. La niebla se espesa aún más y me envuelve. Sólo puedo ver unos pocos metros de la pista ocre-amarillenta que tengo por delante. Siempre en línea recta. Siempre llano. La sensación es extraña. Parece que estoy andando en una cinta sinfín. Tengo la sensación de que no avanzo, de que estoy en todo momento en el mismo lugar. Al cabo de hora y media de caminar en la niebla, o en la nada, vislumbro unas enormes figuras entre la niebla que se mueven y hacen un ruido espantoso. Me falta Sancho Panza a mi lado para decirle que voy con mi lanza a por ellos. Según me acerco, compruebo que esos “gigantes” no son molinos, sino, excavadoras y enormes apisonadoras que están poniendo una capa más de “todouno” hasta dejar el camino con la consistencia del asfalto. Paro a hablar con los operarios. Les pregunto si eso no es la Vía Aquitana, por donde pasaban los romanos y, más tarde, los peregrinos. Uno de ellos no duda un instante en contestarme

  • “Ah, sí, la vía ésa. Pues puede que vaya por debajo de toda esta gravilla prensada, o, también puede que vaya por aquí al lado, por estos campos. La verdad es que no se sabe muy bien”. Palabras textuales del operario en las que voy pensando un buen rato mientras continúo mi camino.

Acercándome a Calzadilla de la Cueza la niebla empieza a disiparse. Hay más luz e intuyo que puede salir el sol. A la entrada del pueblo me encuentro al francés sentado en un banco. Como siempre, doliéndose de las piernas. Éste siempre va rápido y siempre le duele algo. Dice que va rápido y que casi nunca para, porque así le duelen durante menos tiempo las piernas. Yo, claro, asiento. Paro en el albergue Camino Real a tomar algo. Está muy agradable y poco a poco van llegando más peregrinos. Al ver que la niebla ha desaparecido y está brillando el sol, decidimos irnos a un pequeño parque con bancos que hay un poco más adelante y prepararnos un “picknick”. Yo llevo la mochila repleta de comida que compré en Carrión. Con eso, con lo que sacan otros de sus mochilas y las bebidas que traemos del bar del albergue Camino Real, nos montamos una comida campestre memorable. Comemos, bebemos, reímos y disfrutamos del maravilloso sol que ha aparecido. Pero antes de irnos, nos traemos del bar unos cafés y unos chupitos de orujo para quedarnos con mejor recuerdo, aún, de este inolvidable momento alrededor de unos modestos pero inmejorables manjares. Y la compañía, claro.

A la alegría que llevamos en el cuerpo se une al regalo que recibimos del cielo en forma de sol, para recorrer los últimos diez kilómetros hasta Terradillos de los Templarios. La niebla ha desaparecido por completo y el cielo se ha abierto para hacernos disfrutar de unas hermosas vistas de los Picos de Europa cubiertos de nieve. La monótona pista ha terminado y camino por un andadero muy agradable rodeado de colinas y algunos bosques. Pequeña parada en Ledigos, para recorrer los últimos tres kilómetros por un andadero paralelo a la carretera. Eso, siguiendo las flechas, porque, al llegar a Terradilos de los Templarios, me dicen que el Camino va por el campo en línea recta y no por la carretera. Que han cambiado las flechas hace poco, aunque muchos peregrinos todavía van por el Camino original, ahora sin flechar. Ese camino no pasa por delante de un nuevo establecimiento que han abierto a la entrada de Terradillos, y el recientemente flechado sí. Esto no sé si me lo dicen también, o me lo imagino yo.

Diario Camino Santiago / etapa 17

El cielo está despejado, pero aún no ha salido el sol cuando arranco de Terradillos de los Templarios. Después de tantos días de lluvia, el sólo hecho de que te acompañe el sol en tu caminar ya te alegra el día.

A esto le añadimos que el camino es bastante agradable y que el paisaje acompaña para sentir la felicidad del Camino. Ayer comentamos la opción de encontrarnos en Sahagún para tomar un café. Yo he salido solo, como casi siempre. El francés ha salido el primero, también solo. Las dos coreanas y los dos jóvenes alemanes han salido juntos. Desde la etapa de Burgos, los alemanes han cambiado su forma de hacer el Camino y ya van más tranquilos, disfrutando también del comer y del beber. Ayudan a las coreanas en su camino, y ellas les ayudan “subvencionándoles” los almuerzos. “Father” ya no viene con nosotros, en Carrión se junto con otro coreano, o japonés no lo sé muy bien, y decidió hacer más kilómetros cada día. Los demás también han arrancado, cada uno a su rollo. El italiano Aman solo; Sonia, la brasileña, con Alex el venezolano; y Cesare con Romano, el polaco, que ya se ha soltado del todo, y ha pasado de no hablar una palabra a hacernos reír en todo momento.

Hasta Sahagún hay 13 kilómetros pero paso antes por Moratinos y San Nicolás del Real Camino, donde no veo a nadie a estas horas de la mañana. Ayer también comentamos que en El Burgo Ranero estaba el albergue abierto y era un buen final de etapa. Así que, desde Sahagún, nos quedan otros 18 kilómetros. A Sahagún llego cansadísimo, con mucho dolor de piernas. No sé lo que me ha pasado, porque he arrancado fenomenal, pero he llegado a Sahagún con una gran necesidad de hacer la paradita. Es lo que pasa en el Camino. A veces vas muy bien y otras, de repente, no puedes con la mochila. La parada y el café me sientan muy bien y reanudamos la marcha. Los demás se marchan hacia adelante mientras yo me entretengo grabando con mi cámara. En los 5 kilómetros que hay hasta Calzada de Coto voy pensando, como siempre. No sé por qué, decido de una manera muy contundente, que no voy a ir por el Camino Francés hasta El Burgo Ranero. Voy a ir por la más agreste Calzada de los Peregrinos hasta Calzadilla de los Hermanillos, donde hay un albergue que también está abierto todo el año. Me ha dado ese barrunto. Cada uno hace lo que quiere en el Camino, y me agarro a eso para tomar la decisión de irme solo por este otro lado. Al llegar al cruce de Calzada de Coto, me encuentro a todos parados. El francés ya se ha ido hacia El Burgo, pero los demás están allí y les digo que yo no sigo de frente, que me voy por el camino del monte hasta Calzadilla. Se quedan todos callados, y es entonces cuando les ofrezco compartir la comida que llevo en la mochila. Desde que empezamos el Camino, es el primer día que hace algo de calor. Nos sentamos en la hierba de un parquecito de Calzada de Coto. Lleno mi bota con el vino que compro en el bar y nos pegamos un almuerzo que nos sabe a gloria. Daban ganas de quedarse todo el día allí, pero hay que seguir. Me levanto, recojo lo que queda y me despido de los demás. Cuando aún no he dejado las calles de Calzada de Coto, giro la cabeza y veo que vienen todos detrás. No pregunto nada, ni comento nada, ni siquiera pienso nada. Cada uno hace lo que quiere en el Camino. Pero, en el fondo, siento alegría.

El tramo hasta Calzadilla es un verdadero deleite para el caminante. Una pista de tierra por prados, choperas y bosques de encinas, junto al sol y el calorcillo. Me hacen volver a la felicidad del Camino. En un mismo día he gozado caminando con el amanecer, he estado reventado y he acabado el día de nuevo gozando, esta vez, con el atardecer. Al llegar a Calzadilla, nos encontramos con el albergue abierto y no hay nadie. Ni peregrinos ni hospitaleros. Se nota que es una antigua escuela, y tomamos posesión de ella. Pequeño, pero perfecto. Cocina, duchas, literas y una chimenea para calentarlo todo. En Calzadilla hay un restaurante que tiene fama, pero está cerrado. Tenemos la suerte de encontrarnos la pequeña tienda de ultramarinos abierta, y Cesare se encarga de hacer la compra para la cena, que pagamos entre todos. Nos suele salir a tres euros por cabeza, sin contar el vino, claro.

Es una sensación muy extraña la que siento. Estamos en un pueblecito, muy bonito por cierto, al que hemos llegado por el monte. O sea, que no sabemos situar dónde estamos. Nos hemos juntado diez peregrinos de diferentes partes del mundo, que nos hemos apropiado de un albergue en el que no ha aparecido nadie. Hemos conseguido leña; hemos hecho fuego; hemos cocinado y estamos cenando en un gran ambiente sin saber dónde estamos. Sólo sabemos que estamos en el Camino y que estamos muy a gusto.

Al final de la cena aparece una señora del pueblo que nos sella las credenciales y nos cobra el albergue. La voluntad.

Diario Camino Santiago / etapa 18

La cena acabó tarde. Teníamos que acabar con el vino y el orujo que compramos, para no añadir peso a la mochila, claro.

Nos sentíamos en “nuestro” albergue, pequeño, acogedor y con el fuego de leña calentándonos. Queríamos disfrutar de este lugar y de esta situación hasta el último momento. Con nuestras conversaciones “multi-idioma” y nuestras risas. Incluso, el polaco Roman, que tan ajeno y silencioso se mostraba los primeros días, me tumbó sobre la mesa del comedor para darme un masaje en mis doloridos lumbares. Acabó su terapia, entre las risas de todos, haciendo subir descalza a la coreana Gina para que pisoteara mis masajeados lumbares. Un verdadero placer…

Pero hay que partir de nuevo. Temprano. Por la mañana. Tampoco es cuestión de formar una comuna. Y ya se sabe, noches alegres, mañanas “nebulosas”. Efectivamente, amanece con una espesa niebla que nos impide ver a cinco metros. Tras recoger todo y dejarlo más limpio de lo que lo encontramos, para eso somos unos fenómenos, vamos partiendo, envolviéndonos en la niebla como almas en pena. Me entretengo grabando con mi cámara y soy el último en salir de Calzadilla. En solitario, voy disfrutando de cada instante de este amanecer envuelto en este espeso silencio que produce la niebla. Tengo la sensación de que el sonido de mis pasos no se aleja. Se queda, mágico, a mi alrededor. Hay cuatro kilómetros por una pequeña carretera antes de entrar en la calzada romana que nos llevará, en 20 kilómetros hasta Mansilla de las Mulas. En estos 25 kilómetros entre Calzadilla y Mansilla, por la Vía Trajana, no hay absolutamente nada. Mejor dicho, no hay pueblos, ni fuentes, ni construcciones donde protegerse, ni siquiera un bosque. Pero esto tiene su encanto. Se agradece pasar un día sin ver coches ni casas y sentir, aunque sea por unas horas, lo que vivían los antiguos peregrinos durante semanas.

Al poco de caminar por la solitaria carretera veo unas extrañas figuras entre la niebla. Son cuatro de mis compañeros peregrinos, no por ello son extrañas por supuesto, lo son porque veo que una figura no lleva mochila y, otra lleva dos a cuestas. Cuando llego hasta donde ellos me encuentro con el percal. Marian, uno de los dos alemanes, está con el estómago fastidiado y sin fuerzas. No deja de devolver y puede caminar, pero no puede cargar con su mochila. Su compañero Papu, carga con las dos mochilas, tan campante. Observo la situación; la analizo; dejo hacer, pero sé que no les puedo dejar continuar. Es la peor etapa para intentar una aventura así. En cuanto nos adentremos en la calzada romana no veremos un solo coche, ni una casa, ni siquiera una sola persona. Marian continúa su caminar sin su mochila pero con Puka, la coreana. En todo momento a su lado.

Animándole. Consolándole. Un poco más adelante, Amán comparte el trabajo extra de Papu, y entre los dos acarrean la mochila de Marian. Les dejo hacer, pero sé que cuando la carretera gire a la izquierda, hacia El Burgo Ranero, y nosotros sigamos de frente por la calzada romana, les tendré que parar, es una locura. A poco de llegar al cruce, ocurre lo que tantas veces en el Camino, el milagro, con minúscula, pero milagro. Un coche aparece entre la niebla, viene de Calzadilla y se dirige a El Burgo. Lo paro, se montan Papu y Marian y, en El Burgo, cogerán un autobús hasta Mansilla, donde nos volveremos a ver. Mientras veo cómo se aleja el coche, pienso en los meses que llevan andando estos dos desde Colonia, sin haber utilizado un solo medio de transporte desde que salieron. Por un momento, siento una profunda tristeza, pero enseguida se me pasa. Yo voy decidido a no valerme de otra cosa que no sean mis piernas para llegar hasta Santiago. Ni un solo metro. Ni una sola escalera sin recorrerlas con mis pies. Pero enseguida pienso que esta decisión, empeño o reto, no es más que un juego. Ir más allá, sería acercarnos al fanatismo. Irán hasta Mansilla, descansarán, se recuperarán y, mañana, a seguir con el Camino.

Lo solitario de este trayecto se acentúa, aún más, con la niebla que nos rodea. No hay nada, no se oye nada, sólo en algún momento, el ruido del paso de un tren por la lejana vía férrea. En algunos pequeños tramos, todavía se conservan los adoquines en su posición original de la vía trajana. Los que no han sido levantados por el paso de los tractores. Voy adelantando a todos mis compañeros y me alejo en solitario. Les voy a preparar una sorpresa. Veinte kilómetros son muchos sin un lugar donde avituallarse y descansar. Ayer hice acopio de comida y bebida en la pequeña tienda de Calzadilla. Me cuesta encontrar un lugar donde poder ofrecerles un regalo en forma de almuerzo pero, por fin, localizo a la izquierda unas pequeñas encinas con un trozo de prado. Todo el resto es puro páramo. Coloco mi mochila con una flecha amarilla indicando el lugar donde he tendido mi plástico y, sobre él, la comida. Según van llegando, se van encontrando la sorpresa. Sencilla felicidad, un trozo de queso, chorizo, pan, chocolate… y un poco de vino, convierten ese pequeño reducto en mitad del inmenso páramo, en una fiesta. Otro pequeño milagro se produce en el Camino, mientras comemos, bebemos y reímos. La niebla desaparece y nos ilumina el sol.

A unos cinco kilómetros del final, llegamos a lo alto de una meseta desde donde vemos las vegas de Reliegos. Un poco más allá, la cárcel de Mansilla y, al fondo a la izquierda, el núcleo urbano. Tras bajar a las vegas, afrontas una pista en línea recta. Se hace eterna. La cárcel que parecía estar tan cerca, no llega nunca. Una vez que la dejas a la derecha, lo que no llega nunca es Mansilla de las Mulas. Estoy reventado. No puedo más. Me doy cuenta que ya no ando. Estoy arrastrando los pies. Estoy seguro de que todo es de cabeza. Cuando ves el final de la etapa, te crees que ya estás, aceleras el paso y mandas el mensaje a tu cuerpo de que ya estás terminando.

Pero pasa el tiempo, sigues andando y no acabas. Entonces tu cuerpo te dice basta, que le has engañado. Entonces lo tienes que arrastrar hasta el final. Busco desesperadamente un lugar donde parar a descansar, pero no hay nada. Ya estoy llegando a Mansilla y me dirijo al primer sitio que veo. Es un hotel con bar y buena pinta, poco antes de llegar a Mansilla. Tiro la mochila a la entrada del parking para que la vean los demás, y me dirijo con la vista nublada a por un refresco y algo de picar. Sentado en una mesa de la terraza, veo cómo van llegando los demás en las mismas, o peores, condiciones que yo. Cuando ya estamos todos, le digo al camarero, en broma, que no puedo recorrer el kilómetro que me falta hasta el albergue, y que me quedo aquí. Él, que me había reconocido antes, me confiesa que está lleno. Miro hacia el hotel y lo veo grande, no entiendo que en un día así del mes de noviembre esté lleno. Está lleno de chicas, me dice. Sigo sin entender, hasta que me hace un gesto de complicidad. Es un puticlub. Pero tenemos un menú de mediodía muy bueno y muy barato, me dice. Por qué no, me digo yo, algo tenemos que comer. No será menú del peregrino pero casi. Se lo propongo a los demás, sin decirles dónde estamos, y aceptan encantados.

Otra imagen memorable. En una mesa alargada todos los peregrinos con nuestro menú, ciertamente bueno y barato, y en otra mesa alargada, las mujeres que iban bajando de las habitaciones a comer. Las coreanas miran atónitas, pero el “flipe” es mutuo. A mí, y a alguno más, la situación se nos antoja graciosa. Pero lo importante es que comemos bien, nos recuperamos y podemos llegar hasta el albergue de Mansilla. Aquí nos reencontramos con el francés y con los dos alemanes. De nuevo estamos todos juntos.

Diario Camino Santiago / etapa 19

Ayer cené solo. Después de llegar al albergue municipal de Mansilla, recomendable por sí mismo y por sus hospitaleros, me fui a dar una vuelta a este pueblo leonés que me pareció muy atractivo.

Al volver al albergue, no noté esa organización espontánea de preparar una cena común. Las coreanas estaban preparando la cena a sus “protegidos” que sufrían del estómago, y los demás andaban un poco dispersos. Así que me “desaparecí” y fui a cenar a un lugar que había visto tras pasar el arco de entrada a Mansilla. A la derecha, pero no recuerdo el nombre. Allí cené el menú del peregrino y me bebí un vasito de vino. Aprovecho para aclarar que no me gusta beber más allá de un vinito bueno de vez en cuando. Pero en el Camino, cualquier vino se me antoja bueno y, hasta ahora, no he tenido dolor de cabeza ni resaca. La verdad es que me llama la atención, y no encuentro una explicación.

La etapa de hoy es un muermo. Lo dicen en todas partes. De hecho, Cesare, el italiano que ya se ha hecho el Camino cinco veces, hace el recorrido en autobús. Sé que algún otro le acompañará. La primera parte es un andadero artificial, bien pegadito a la carretera para que nos entretengamos leyendo las matrículas, hasta Puente Villarente. Cruzar el puente sobre el Porma para entrar en esta localidad es más peligroso para el peregrino, que hacer puenting sin medir la cuerda. Me dijeron en Puente Villarente, que existía algún proyecto de poner una pasarela para peregrinos.

La segunda parte de los 18 kilómetros hasta León, comienza tras Puente Villarente. Se cruza la carretera, y el Camino te va alejando de ella. Sin el ruido de los coches, puedes empezar a hablar con tus compañeros de Camino. Tras pasar Arcahuela y Valdelafuente, el camino se va metiendo en una zona industrial con naves y talleres, hasta llegar al alto del Portillo. Aquí hay un pequeño caos de Camino de Santiago. Rotondas, carreteras nacionales, autovías y eteces varios. Pero parece que están intentando solucionarlo con pasarelas para peregrinos.

La tercera parte de la etapa es bajar el alto del Portillo y entrar en León. No tiene más historia, pero hay que hacerla para poder llegar a León, que es lo verdaderamente importante de la jornada. Llego a la parte antigua de León cansado, no tanto por los kilómetros, que no eran muchos, pero sí por los coches; el constante ruido; las carreteras, las naves y las calles. Cuando llego al albergue del monasterio de las benedictinas o, de Las Carbajalas, me encuentro con Cesare y Romano que han venido en autobús y me empiezan a contar todo lo que han estado haciendo en León desde que han llegado. Yo prefiero no contarles nada.

El albergue está muy bien: amplio, limpio y ordenado. Quizá demasiado ordenado todo; a las nueve hay misa y a las diez, las monjas cierran las puertas y ya no se puede entrar ni salir. El plan no me convence, así que sello mi credencial y decido irme a dormir en una cama con sábanas limpias y almohada. Además, hoy viene mi madre con más gente a visitarme. No me hace ninguna ilusión que nadie entre en mi “mundo-Camino”, pero su sueño es hacer el Camino de Santiago. Así que me portaré bien.

Dejo mi mochila en el albergue. Por si acaso me aseguro un sitio donde pasar la noche, y me dirijo al barrio Húmedo en busca de un alojamiento. Según voy andando por las callejuelas repletas de gente, me doy cuenta de que, sin mochila, tengo un cierto aspecto de vagabundo. No me importa mucho, pero si me importa no saber dónde ir, deambular buscando algo. Así que decido meterme en un bar, en el del restaurante La Taberna, para pensar un poco y centrarme. Me siento con mi cerveza en la banqueta más cercana a la puerta, y la chica de la barra me saca unas gambas mientras me comenta algo del Camino. Ésta sabe que soy un peregrino, pienso mientras me habla, pero no le hago mucho caso, me siento extraño en una gran ciudad. Al rato, vuelve hacia mi lado de la barra y se dirige a mí de nuevo. Dejo de mirar hacia la calle y me pongo a hablar con ella. Es de mala educación hablar con alguien mirando a la calle. Es entonces cuando me voy dando cuenta de que tengo ante mí a un ángel del Camino. Me ha salvado el día, estaba pensando en lo anodina de la jornada, en que no había pasado nada y, de repente, me encuentro ante mí a un auténtico angelillo del camino.

María se llama, quien ha conseguido que de la nada, León ya tenga algo especial en el Camino. Su padre es caballero de la orden del Camino de Santiago o algo así. Su madre, un encanto, no tarda en sentarme en el comedor y sacarme algo de comer. Al rato ya ha hecho las gestiones y me ha conseguido alojamiento con buena relación calidad-precio, lo que comúnmente llamamos bueno-bonito-barato. He pasado, en un instante, de sentirme un extraño a estar en mi casa.

Por la noche, voy con mi madre y los demás a cenar a La Taberna. Por supuesto, una cena memorable. Acostumbrado después de tantos días a acostarme como muy tarde a las diez de la noche, al final de la cena tenía que hacer esfuerzos para mantener los ojos abiertos. Eso sí, los abrí muy bien antes de irme, cuando María cogió su guitarra y nos cantó para despedirse. Hasta me dedicó unos versos.

Diario Camino Santiago / etapa 20

Lo mejor para salir de una ciudad, haciendo el Camino, es que te coincida en domingo. Tanto en Burgos como aquí, en León, me ha pasado esto. Hay muy poca gente por la calle y no hay coches.

Aprovecho para visitar la ciudad con la luz de la mañana y disfrutar de este paseo por esta maravillosa ciudad. Nada más pasar el puente sobre el río Bernesga me paro a desayunar y a coger fuerzas para estos siete kilómetros que tengo por delante. Desde la salida de León hasta la población de Virgen del Camino vas subiendo poco a poco hacia el páramo. Pero lo peor no es eso. Lo verdaderamente malo es lo feo que es este tramo. No hay que pensar en nada. Tirar hacia adelante y pasarlo.

Al llegar a Virgen del Camino tengo dos opciones para seguir mi camino. Por la izquierda, hasta Villar de Matarife, o por la derecha, hasta Villadangos del Páramo o San Martín del Camino. No tengo ni idea de por dónde habrán ido mis “compañeros” de Camino. Yo me he entretenido visitando León y ellos deben de estar por delante. Después de visitar el santuario de la Virgen del Camino, habrá a quien le guste y a quien no. Pero, indiferente, a nadie. Entro en un bar a por otro café, y a decidir por dónde voy. Por la derecha el Camino es un andadero que va pegado a la N120, más urbanizado y con más servicios. Por la izquierda, el Camino va por una pista que se introduce en el páramo, sin coches ni ruido. Salgo del bar decidido. No quiero un andadero artificial ni coches ni ruidos. Y menos mal que lo tengo decidido, porque al poco de comenzar a andar, me encuentro con una auténtica “batalla campal” de flechas amarillas pintadas y borradas. Toda una silenciosa pelea por llevarse a los peregrinos por un lado u otro. Cansa un poco, por eso hay que tener claro por dónde quieres ir antes de comenzar cada etapa.

El camino por el páramo es agradable y estoy disfrutando. Pero todo se estropea cuando estoy llegando a Chozas de Abajo y me encuentro que el camino lo han ensanchado; le han echado gravilla traída de alguna cantera; lo han compactado y, seguramente, acabarán asfaltándolo. Lo harán con toda su buena intención, no lo dudo, para facilitar el andar del peregrino, pero lo que están consiguiendo es acabar con el Camino. Para mayor disgusto, cuando llego a Chozas de Abajo, las flechas me dirigen hacia la izquierda. Mi orientación me dice que debería seguir de frente, pero acato las órdenes del “pintaflechas”. Muy a mi pesar, porque me llevan hasta un bar que está al otro lado del pueblo, donde no paro, para seguir “flecheando” por otra calle hasta el mismo punto donde estaba 500 metros antes. Como decía aquel sabio, “en el Camino de Santiago no debes de hacer ni un metro de menos, pero tampoco de más”. Esos 500 metros me pesan, pero más mi sensación de “turigrino”.

Sigo solo. No he visto a ningún otro peregrino en todo el día, salvo a dos ciclistas, pero con esos no se puede hablar. Me intento convencer de que el Camino lo debo de hacer solo, pero no puedo abandonar el pensamiento de mis compañeros peregrinos con los que tan buena relación tengo. Cuando llego a Villar de Mazarife, no tardo en encontrar el albergue Casa de Jesús, a la entrada del pueblo, a la izquierda. Nada más saludar, no lo puedo evitar, y pregunto por mis compañeros dando su descripción. Me dicen que dos de ellos sí han estado, pero que se han ido a comer al bar del pueblo. Por la descripción, son Cesare y Román. Me molesta mucho, pero siento un cierto alivio.

Cuando voy a salir para verles, aparece Jesús, el dueño del albergue. Me lleva a su casa que está al otro lado de la calle y, allí, me comienzan a cebar. También está su mujer, Yolanda; los hijos, familiares y algún amigo. Ya no me acordaba de que hoy es domingo, y en casa de Jesús la tienen preparada gorda. Después de comer una deliciosa paella, embutidos y no sé cuántas cosas más, miro a toda la gente que tengo a mi alrededor y recuerdo que no hace mucho rato pensaba que me había quedado solo.

Salgo con el estómago a reventar y me dirijo al bar del pueblo para interesarme por Cesare y Román. Allí me dicen que, efectivamente, han estado allí comiendo, pero que hace rato se han ido caminando en dirección a Hospital de Órbigo. Bueno, para dos peregrinos que han tomado esta ruta, han decidido hacer 7 kilómetros más. Está claro que el grupo se ha disgregado, pero el Camino es así. Lo tengo bastante claro. Hemos formado un buen grupo pero en cualquier momento se puede romper. O no. Cada uno hace su Camino, que no se me olvide. Voy pensando en estas cosa mientras vuelvo al albergue y, nada más entrar, me encuentro a Sonia sentada a un lado del comedor. Sorpresa y, por qué negarlo, alegría. Estaba convencido de que yo era el último peregrino andando. Por eso no entiendo cómo ha podido llegar más tarde que yo. Sonia habla un español “abrasiñelado”, y habla con una extremada parsimonia y lentitud, pero no importa. Tenemos todo el tiempo necesario para que me explique cómo ha llegado hasta aquí. Además, cada peregrino hace su Camino, ¿o no?.

Diario Camino Santiago / etapa 21

El cielo está despejado en este amanecer en el páramo leonés. El frío es intenso. Bien abrigado, arranco a caminar mientras el sol se va asomando a mis espaldas.

Son cuatro kilómetros iniciales por una carretera entre maizales en una larga recta. Llegamos a un cruce que, a la derecha, nos llevará a San Martín del Camino. Seguimos de frente por una pista de tierra que nos lleva hasta Hospital de Órbigo. Entre medio, pequeña parada en Villavante para desayunar.

Voy caminando con Sonia, la brasileña del grupo. En estas dos horas que llevamos caminando juntos he hablado más tiempo con ella que en todo el Camino. La evolución de Sonia ha sido parecida a la de Román. Al principio del Camino estaba con nosotros pero hablaba muy poco. Ella es abogada y ha aprovechado sus vacaciones para hacer el Camino. En realidad se iba a ir a un destino de calor y playa, pero a última hora cambió, y se vino al Camino. Cosas de peregrinos y algún problema personal que pensaba solucionar caminando. Yo creo que si lo hubiera hecho sola, sin encontrarse con un grupo como el nuestro, hubiera acentuado su problema dándole vueltas y vueltas a la cabeza. Su parquedad de palabras ha ido desapareciendo a medida que iban pasando los días y ya entiende, y se ríe, de nuestras bromas. Eso sí, su hablar es tremendamente pausado. Lo que más gracia me hace de ella es su manera de sacar fotografías. Lleva siempre la cámara dispuesta y cuando ve algo que cree interesante de retratar, se mueve rápida y sigilosamente como si fuera a atrapar una mariposa.

Llegamos a Hospital de Órbigo y, mientras lo visitamos, pienso que es una población que merece ser final de etapa. O, por lo menos, pasar un buen rato. A la salida, de nuevo, nos volvemos a encontrar con dos rutas. Hay quien prefiere ir por los andaderos artificiales pegados a la carretera donde suelen encontrarse más servicios. Personalmente, prefiero el monte y los caminos, por lo que no dudo y tomo hacia la derecha en dirección a Villares de Órbigo. En esta población hay un bar abierto, pero hoy no sirven comida, así que nos pedimos un refresco y, amablemente, el dueño del bar nos deja una mesa fuera, para que almorcemos con lo que compramos en la tienda de al lado. Esta mañana temprano hacía un frío intenso, pero a esta hora el sol calienta y el “momento terraza” lo disfruto como pocos.

A partir de aquí, el recorrido es una auténtica gozada. También es verdad que el día acompaña. Vamos por senderos, pistas y caminos que suben y bajan por prados, bosques y páramos. Atravieso pequeñas aldeas y zonas con vistas maravillosas. A falta de 5 kilómetros pasamos junto a una nave agrícola abandonada, donde un joven ha instalado un pequeño puesto de atención al peregrino. Allí está este chico todo el día sentado, leyendo y dando conversación al peregrino que se para. Ofrece comida y bebida a cambio de un donativo. Me imagino que en los meses de gran afluencia de peregrinos, tiene que haber mucha gente haciendo cosas de éstas.

Poco después de esta curiosa nave-avituallamiento de peregrinos, atravesamos una carretera. Y, más adelante, un cruce. El Camino flechado va hacia la izquierda, hacia el Crucero de Santo Toribio. De frente hay otra pista que va derecha hacia San Justo de la Vega. Un peregrino de Astorga me había comentado la existencia de esta variante. Aunque está sin flechar, decido aventurarme y, efectivamente, te conduce por un bosquecillo hasta San Justo. Este camino desemboca en una calle que va de norte a sur de San Justo de la Vega hasta empalmar con la vía que viene del Crucero de Santo Toribio cerca del puente sobre el río Tuerto. Lo curioso de esta calle que está sin flechar es su nombre: calle del Camino de Santiago. Pero, por favor, que nadie venga por aquí, que por el otro lado hay servicios para el peregrino. Pero, como me dijo Marcelino en Logroño, “hay tantos Caminos a Santiago como peregrinos”. Una frase que tengo presente en todo mi caminar.

Sonia me tiene muy sorprendido. Ya estamos llegando a Astorga y yo estoy que arrastro los pies. Necesito quitarme la mochila y sentarme, por lo menos cinco minutos. Pero veo que ella no se queja. No muestra ningún signo de cansancio. Y me cuesta ser yo quien le pida un descanso. Con la maravillosa vista de Astorga frente a nosotros, me como mi orgullo y le digo que necesito cinco minutos de descanso. No sé si lo hace para sanar mi “herida” pero, mientras estamos sentados contemplando Astorga, me confiesa que ella también necesitaba esta parada a pesar de estar tan cerca del final de etapa. Descansado y consolado, me levanto y retomamos nuestro caminar cruzando las vías del tren y afrontando la dura subida hasta la ciudad. Este último esfuerzo merece la pena, porque cuando llegas arriba se te pasa todo cansancio. Sólo piensas en dejar cuanto antes la mochila en el albergue, y salir a disfrutar de las maravillas de Astorga.

Mi visita a Astorga la tengo que retrasar. Al llegar al albergue del Convento de las Siervas de María, nos encontramos al resto de peregrinos de nuestro grupo, que ya estaban tranquilamente sentados y comiendo algo en la terraza. Yo creo que todos sentimos una gran alegría de reencontrarnos. Llevamos dos días yendo cada uno a su aire y tenemos cosas que contarnos. La “familia” de nuevo está unida.

Diario Camino Santiago / etapa 22

Desde que he salido, creo que no he desayunado ni una sola vez en el albergue. Siempre suelo llevar algo de comida en la mochila, por si acaso, pero no llevo nunca nada para prepararme el desayuno en la cocina del albergue.

Hoy no es diferente. Así que salgo, como siempre en ayunas, con la tenue luz del amanecer y disfrutando de los encantos de Astorga, hasta un bar donde me tomo un ligero desayuno. Por la cristalera voy viendo cómo van pasando mis compañeros peregrinos. Cuando veo pasar al último de mi grupo, apuro mi café y arranco. Hoy creo que va a ser un día maravilloso. Vamos hacia el monte por la maragatería, hacia la Cruz de Ferro, y eso me gusta. Todavía no sé si me pararé a dormir en Rabanal del Camino o en Foncebadón. En los dos hay albergue abierto en noviembre, pero lo decidiré sobre la marcha.

Al comienzo de la etapa camino por un cómodo andadero pegado a una carretera sin excesivo tráfico. Así durante casi cinco kilómetros hasta Murias de Rechivaldo, donde me encuentro con dos opciones para llegar hasta Sta Catalina de Somoza. Si voy de frente, tengo cuatro kilómetros y medio. Y si voy por la derecha hacia Castrillo de los Polvazares, son tres kilómetros más. El pueblo es muy bonito y tiene albergue y turismo rural, pero por donde voy es un camino agradable y no me lo pienso mucho. Tiro de frente. Los demás también han ido por el camino corto. Hoy nos espera mucha subida, y vamos todos dispersos en medio de una ligera niebla que invade la maragatería. En Santa Catalina de Somoza paro a descansar y tomar un café. Poco a poco van llegando los demás del “grupo” y otros peregrinos. Casi todo el rato voy caminando solo, pero en todo momento siento que voy acompañado por esta “familia” que hemos formado.

De nuevo salgo solo. El primero. Creo que aguantaría hacer el Camino yo solo, pero en este Camino estoy jugando con ventaja. En esta etapa, dura porque en todo momento vas subiendo, pero maravillosa, la disfruto enormemente caminando en solitario pero, internamente, siento que voy acompañado. No sé cómo describir lo que estoy gozando con el recorrido de esta etapa. Sé que estoy cansado, pero mi mente borra todo rastro de cansancio cuando veo el camino por el que voy andando, y miro el paisaje que me rodea. No hace sol, el día es gris, ya sin la niebla de antes. Pero no me importa. Los veinte kilómetros que he recorrido hasta llegar a Rabanal del Camino se me han hecho cortos.

Es la una del mediodía cuando llego a Rabanal, así que tengo tiempo y ganas de continuar andando. Por lo menos hasta Foncebadón. Ya que no paro a dormir aquí, considero que la parada es obligatoria. Algo hay que comer. Y tengo el lugar idóneo: el albergue del Pilar, donde está mi amiga Isabel, la hospitalera. Isabel ha estado haciendo el Camino durante unos días y nos la hemos ido encontrando intermitentemente. Nos había hablado maravillas de su Albergue en Rabanal. Y, cuando entro y lo conozco, me doy cuenta de que no había exagerado. Se había quedado corta. Recuerdo que cuando nos hablaba de Rabanal. Me sonaba a chino. Me parecía que eso estaba muy lejos. Sin embargo, han pasado los días y ya estoy aquí. Voy recibiendo a mis compañeros, indicándoles dónde está el comedor, con la mesa puesta y dispuesta para ponernos finos comiendo. Hay que recuperar fuerzas y recargar para lo que nos queda.

Hacia Foncebadón, el Camino sigue subiendo, pero sigue siendo un auténtico placer caminar por estos parajes. Las nubes se han levantado un poco, y nos permiten contemplar la comarca de la Maragatería en toda su extensión. De nuevo, mi cuerpo se cansa en este tramo pero mi mente no. El entorno por el que voy caminando me abstrae de cualquier cansancio o dolor de piernas. Al llegar a Foncebadón siento una sensación de desolación. Es una aldea en intermitencia de casas en pié y casas derruidas, convertidas en un montón de piedras. Por la “calle principal” diviso a lo alto el albergue Monte Irago rodeado de restos de lo que fueron, en su tiempo, casas del pueblo. A la derecha, yendo hacia la carretera veo, más grande y renovado, el albergue Convento de Foncebadón. Mi instinto aburguesado me tira a la derecha, a lo que parece más un hotel, con la decisión de pasar allí la noche. El bar está totalmente reformado y, además de albergue de peregrinos, tiene habitaciones individuales. Hay peregrinos, pero ninguno de mi grupo. Ellos han ido derechos al otro albergue. Es el momento del dilema: elegir entre la comodidad o el grupo. Finalmente opto por lo último y vuelvo a cargar mi mochila, encaminándome al Monte Irago. Allí están ellos riendo felices. Algunos dentro, frente al fuego; otros en la mesa de madera, en la “calle”. Frente a la fachada, además de “mis” peregrinos de charleta, está un hospitalero preparando verduras para la cena; un perro jugando y ladrando, y unas cuantas cabras que jugaban más que el perro. La apariencia es de una auténtica comuna hippy sin control. Mi estancia en este albergue me acaba demostrando lo acogedor que es y la seriedad en el trabajo de sus hospitaleros, además de su buen humor. Nos ofrecen prepararnos la cena por un módico precio, algo que todos aceptamos. Aquí la “familia” se hace todavía más familia. Al finalizar la estupenda paella y demás viandas, un hospitalero nos ofrece sus “poderes” para quitarnos los dolores y transmitirnos energía. Yo soy uno de los agraciados por las manos de este silencioso e inquietante, pero encantador, hospitalero. Me tumbo. Agarra mis tobillos levantándome las piernas y se concentra sin cerrar los ojos. Al rato, siento un tremendo calor que brota de sus manos. Seguro que mañana estaré como nuevo.

Diario Camino Santiago / etapa 23

A pesar de haber dormido muy bien, me cuesta levantarme por la mañana. Somnoliento, salgo de mi saco de dormir a echar la meada matinal por el campo.

Lo que me encuentro fuera hace que me espabile en un minuto. El sol está saliendo, rojo, por encima de la espesa niebla que cubre toda la maragatería. Esa niebla termina en las casas más bajas de Foncebadón, pero va subiendo poco a poco. Con toda la rapidez que me da el cuerpo a esas horas de la mañana, entro de nuevo en el albergue y meto en mi mochila, a presión, todo lo que tengo por allí esparcido. Me calzo las botas y salgo camino arriba iniciando mi etapa. Hoy es un día especial. Hoy voy a pasar por la Cruz de Ferro, y estos tres kilómetros que tengo que recorrer hasta este punto, no los quiero hacer envuelto en una espesa niebla. Los demás, que se iban levantando al ritmo pausado habitual de cada día, se han sorprendido de verme salir con esas prisas. Voy subiendo excitado ante la vista que tengo del valle cubierto por la niebla y, ante la expectativa de encontrarme ante uno de los grandes hitos del Camino: la Cruz de Ferro.

Estoy realmente emocionado subido a este montículo de piedras en donde se encuentra esta cruz. Por primera vez, desde que comencé mi singladura en Saint Jean de Pied de Port, siento que realmente estoy cerca de Santiago, que voy a llegar. Mis primeras etapas y las vivencias de esos días, se me antojan extrañamente lejanas. Por el contrario, mirando hacia el oeste, hacia el Bierzo, tengo la impresión de poder ver Santiago. La niebla ha ido ascendiendo tras mis pasos, pero se ha detenido al llegar al collado. Tiro hacia adelante, casi con la misma excitación con la que he salido del albergue. Sin ser consciente de lo que tengo por delante. Más de quince kilómetros hasta Molinaseca. Casi todos en un pronunciado descenso.

Realizo mi primera parada en Manjarín, este curioso albergue templario que no tiene váter ni duchas. No está Tomás, el carismático hospitalero, pero sí lo atiende otro que me ofrece un café de puchero en la penumbra de la cocina. No se cobra nada, lo dejan a la voluntad del peregrino. La siguiente población es “El Acebo”, siete kilómetros más adelante. Aún hay que subir un par de repechos más, pero lo que estoy notando es que me hacen más daño las pronunciadas bajadas que esas pequeñas subidas. El Acebo es un pueblo de montaña recuperado y muy bien cuidado. Buen lugar para final de etapa, o para hacer una parada de recuperación. El descenso continúa implacable. Cuando llego a Riego de Ambrós, empiezo a estar cansado y dolorido. Esa excitación que tenía al principio de etapa se va diluyendo a medida que voy afrontando más y más bajadas. Para cuando llego a Molinaseca ha desaparecido del todo. Estoy realmente cansado y, desde que he salido de El Acebo, llueve intermitentemente. Es bonita la localidad de Molinaseca, pero no tengo el cuerpo para quedarme a admirarla. Lo justo como para comer algo ligero y continuar mi Camino.

Poco más de siete kilómetros separan Molinaseca de Ponferrada. Pero a mí me parece que no llego nunca. Cómo te cambia el cuerpo, y la mente, en un mismo día mientras haces el Camino de Santiago. No soy el mismo que ha amanecido exultante esta mañana. Pensaba que al ser casi toda la etapa en bajada, sería una cosa fácil. Nada más lejos de la realidad. Tanta bajada con tanto peso a la espalda me ha machacado. Llego a Ponferrada totalmente empapado por la lluvia. Deseando encontrar el albergue. Por suerte el albergue de San Nicolás de Flue se encuentra a la entrada de la ciudad.

Al llegar al albergue me encuentro con una sorpresa. Yo sé que iba el primero de mi grupo de peregrinos. Sin embargo, allí están Gina, la coreana; y los dos alemanes, Marian y Bapu. No sólo ya están allí, duchados y cambiados. También les ha dado tiempo a ir de compras. Gina ha comprado comida para prepararnos por la noche una cena coreana. Les quiero preguntar cómo han llegado tan pronto, pero enseguida desisto. Para qué quiero saberlo, si me da igual. Como siempre me agarro al axioma de que cada uno hace el Camino como quiere. O hay tantos caminos como peregrinos.

Por la noche, disfrutamos de una cena coreana que me sabe a gloria. Un poco picante en algunos platos, pero deliciosa. Me hace gracia la situación. Estoy en el Camino de Santiago, en Ponferrada, y comiendo especialidades coreanas. También tenemos para cenar unos espaguetis preparados por Cesare con unas setas que ha recogido Román por el Camino. Estos dos sí que se toman el Camino con una soberana tranquilidad.

Diario Camino Santiago / etapa 24

Esta mañana estoy entumecido y siento frío. No sé si es por lo que me mojé ayer o por la larga bajada. Pero el inicio de etapa me está costando un mundo.

Soy consciente de la diferencia con la que salí ayer del albergue. Pero el Camino es así. Unos días estás bien y otros no tanto.

Incluso, como me pasó ayer, tu estado anímico y físico puede cambiar en un mismo día. Voy saliendo de Ponferrada y llego hasta Compostilla. Y, luego, Columbrianos. Todo calles, casas y zonas industriales. Me voy sintiendo cada vez peor. Al salir de Columbrianos, el Camino va flechado por una carretera estrecha por donde los coches te pasan rozando a toda velocidad. Y así, hasta Camponaraya, nueve kilómetros desde Ponferrada. Si ya me estaba sentando mal, esto me parece horroroso. No el entorno o el paisaje. Me siento fatal teniendo que andar tanto tiempo por donde han marcado el Camino. Menos mal que este tramo lo estoy haciendo con Cesare y Román, que estos se lo toman todo con una increíble tranquilidad. Tengo que aprender de ellos.

A partir de Camponaraya empiezo a respirar. El Camino discurre por una preciosa pista rodeada de viñedos. Nos hemos encontrado a algunos del grupo, que no sé qué flechas han seguido, pero estaban enfadadísimos a causa de los lugares por los que habían tenido que transitar. Ellos también se han calmado al entrar en esta pista de los viñedos. Este tramo hasta Cacabelos lo hacemos todos, más o menos, juntos. Vamos charlando animadamente y disfrutando, hasta llegar a Cacabelos.

Aquí nos volvemos a separar. En Cacabelos nos volvemos a sentir queridos por el Camino. Cada uno de nosotros tira hacia un lado, atraídos por diferentes cosas. Hay muchas cosas por ver y la gente es muy amable con los peregrinos. Yo empujo tímidamente un enorme portón que da entrada a las bodegas de Martín Codax, pensando que me regañarían por entrar. Al contrario. A mí y al hospitalero del albergue de León, que nos acompaña unos días, nos invitan a entrar y a degustar sus diferentes vinos. El día se ha enderezado para mí, después del tramo de Camino por los viñedos y del trato que estamos recibiendo en Cacauelos. La alegría ha vuelto a mi cuerpo. Nos volvemos a reencontrar de nuevo en un bar donde, además del trato amable, nos sirven una cazuelita de alubias con la cerveza como tapa. Me pido otras dos cervezas más. Sólo por comerme la cazuelita.

Soy el primero en arrancar y salir del bar. Cuando estamos tan a gusto en algún sitio, me suele dar el pronto y, sin dudarlo, me cargo la mochila y comienzo a andar. Me da miedo quedarme apalancado. Y hoy todavía me queda un buen trecho. Vamos a pasar de largo Villafranca del Bierzo y avanzar un poco más hasta Pereje, donde hay un albergue abierto todo el año. Lo cierto es que cuando llego a Villafranca del Bierzo me da pena no quedarme aquí a dormir, pero eso es algo inevitable. Hay que hacer varias veces el Camino de Santiago cambiando las salidas y llegadas de etapa para disfrutar de esos lugares por donde simplemente hemos pasado. Villafranca del Bierzo es uno de esos lugares donde merece llegar temprano, dejar la mochila en el albergue, y pasarte el resto del día paseando por sus calles.

Cruzo el puente sobre el río Burbia y voy dejando el Bierzo para ir adentrándome en la montaña por el cauce del río Valcarce. El Camino va por un andadero paralelo a la carretera, pero separado por un murete. No hay mucho tráfico y no es desagradable caminar por aquí. Existe otra variante del Camino que va, después de una fuerte pendiente, por la montaña hasta Pradela, aunque aconsejan que solo utilicen este camino los montañeros. Los cinco kilómetros y medio hasta Pereje son cómodos, aunque en una suave pero constante subida. Es un aperitivo para la etapa de mañana, cuando subamos a O Cebreiro. Al llegar al albergue de la Junta Vecinal de Pereje, me encuentro las puertas y ventanas cerradas. Y una nota en la entrada. La han dejado Amán, Bapu y Marian, que se han encontrado el albergue cerrado y han decidido seguir hasta Trabadelo. Yo no sé qué hacer. Falta que llegue el resto del grupo y ya es muy tarde. Me había hecho la idea de quedarme aquí, además ya es bastante tarde. Al rato aparece una mujer con la llave del albergue. Mi alegría inicial se convierte en estupor cuando, ya en el interior, me dice que no enciende la calefacción central. No la entiendo muy bien. No sé si lo hace por no gastar o por qué, pero mi estupor va en aumento cuando veo una chimenea y me dice que no hay leña. Le pregunto si se la puedo comprar a alguien de este pueblo rodeado de bosques. Me dice que no. Le pregunto si la puedo recoger por el monte y me dice que está prohibid, No entiendo nada.

Cuando llegan los demás, les comento la situación. Hace frío y esta noche aún enfriará mucho más. Cesare, el tranquilo, me mira. Acto seguido, comienza a andar hacía Trabadelo como si, donde estamos ahora, no existiera un albergue, ni siquiera un pueblo. Todos nos ponemos en marcha tras el italiano. Son las cinco de la tarde y podemos recorrer los cinco kilómetros hasta Trabadelo sin que oscurezca. Cuando llegamos a esta localidad el alumbrado público ya está encendido, pero estamos contentos porque no se nos ha echado la noche. Nuestra alegría aumenta cuando entramos en el albergue municipal de Trabadelo, y comprobamos que está en perfectas condiciones, con calefacción central y la chimenea encendida. Pero lo que más alegría nos da es el cariño con el que nos trata la hospitalera. A pesar de los días que llevo caminando, me siguen sorprendiendo ciertas actitudes hacia el peregrino. Pero me quedo con la forma de actuar de Cesare. Ignora lo malo y se queda con lo bueno. Con la mayor normalidad y naturalidad.

Diario Camino Santiago / etapa 25

Hoy nos espera una dura ascensión hasta O Cebreiro. Por eso salimos temprano por la mañana. A las ocho ya estoy caminando en la penumbra.

Creo que harán falta todas las horas de luz de este día para caminar. A oscuras y lloviendo, pero con una tremenda ilusión ante lo que tengo por delante en esta etapa, más que nada, porque hoy entraré en Galicia. Eso hace que sienta que me voy acercando a Santiago. Y la montaña me gusta. De ésta hoy me voy a hartar. Como siempre, salgo en ayunas, acompañado de Aman. Hasta cuatro kilómetros más adelante no encontramos la estación de servicio de la nacional seis, donde poder sentarnos a comer algo y protegernos de la lluvia. En esta área de servicio de carretera suelen parar los camioneros. Hoy han cortado la autopista por unas obras y está repleta de gente que baja de los autobuses. Somos como bichos raros sentados en nuestra mesa desayunando en medio del gentío. Aquí estamos nosotros. Empapados. Con nuestras mochilas. Algunos peregrinos más se han parado aquí también, pero otros han pasado de largo. Seguro que se han preparado algo para desayunar en el albergue. Noto algo raro en el ambiente del grupo, quizás sea un cierto nerviosismo porque entramos en Galicia, pero noto algo.

En el exterior sigue lloviendo, pero mi tiempo del desayuno ha terminado. Con el plástico cubriéndome por completo, continúo con la suave ascensión por el andadero paralelo a la nacional. La lluvia no me molesta. Lo cierto es que no pienso en ella. Sólo con mirar hacia adelante y ver cómo el valle se va cerrando cada vez más, ya tengo la mente ocupada. Al llegar a Vega de Valcarce, seguimos de frente por una carretera estrecha sin tráfico, que se va empinando por momentos. Ahora sí siento que estoy subiendo. Que el valle se ha cerrado del todo y nos enfrentamos a la montaña. En Ferrerías la carretera se torna aún más estrecha con un asfalto rugoso y, lo más importante, una fuerte pendiente. Ahora sí que es una subida de verdad, que se acentúa cuando tengo que torcer hacia la izquierda por un sendero que me lleva hasta A Faba. Esto es un sálvese quien pueda. El grupo se ha disgregado. Algunos se van parando y otros sorprenden por lo fuertes que van. Bapu, el joven alemán, ha arrancado su “moto” y cuando llego a la localidad de A Faba, lo he perdido de vista.

En A Faba hay un albergue abierto, es privado y pertenece a un alemán llamado Marcel. Pero no está. En su ausencia lo cuidan una pareja joven que están haciendo yoga con otros peregrinos que han llegado poco antes. Me siento a contemplar la escena, mientras espero a que terminen para conseguir un café caliente. Estos últimos días no hemos visto a muchos peregrinos. Pero hoy, como salidos de la nada, no veo más que peregrinos, de los que no pertenecen a nuestro grupo. De la “familia” van llegando poco a poco, primero Amán, luego el francés y, para gran sorpresa, Gina. A la coreana la había visto por última vez, sentada cerca de la antigua herrería abandonada. Pensaba que ya no la vería más en todo el día, pero aquí está, sorprendiéndome con una fuerza que no creía que tenía.

Algo más de cinco kilómetros nos quedan por recorrer para llegar a O Cebreiro. Vamos por un precioso sendero de montaña en continuo ascenso y bajo una persistente lluvia. Ya no voy solo. Hemos formado este pequeño grupo con Amán, Gina, el francés y yo. Éste va a ser un momento especial. Entramos en Galicia y lo quiero compartir con mis amigos. Entramos en Laguna de Castilla bajo la lluvia disfrutando de ir pisando los barrizales del Camino. Como un niño. Ésta es una pequeña aldea de montaña. La última población de León, que tardamos, como mucho, unos diez minutos en atravesarla. Lo curioso es que cuando entramos llueve sin parar y, al salir, nos encontramos el cielo azul y con el sol brillando. Otro pequeño milagro para que podamos añadir otra pequeña alegría a nuestra entrada en Galicia. El paso de la muga es emocionante. Es cierto. No es más que un simple mojón en el camino, pero es algo que veía tan lejano cuando aún estaba caminando por los Pirineos, que me emociono. Un mojón que supone muchas cosas. Además, luce el sol.

En O Cebreiro nos tomamos un caldo gallego mientras esperamos que lleguen los demás. Tenemos que decidir qué hacemos: si nos quedamos aquí o continuamos hasta Triacastela. Serían veintiún kilómetros más. Es una decisión difícil. Ya notaba yo que el grupo estaba raro hoy. Bapu ya está aquí, pero no sólo él iba por delante. Ahora me entero que Marian también iba por delante. Bapu nos cuenta que han decidido hacer el Camino, desde aquí hasta Santiago, separados. No entiendo nada, pero será porque no tengo nada que entender. Salieron hace casi tres meses de Colonía y han venido caminando como peregrinos gemelos. Y, ahora, deciden ir solos estos últimos días. Pues muy bien. Bapu se ha alojado en el albergue de O Cebreiro y Marian, hace rato que va camino de Triacastela. Cada cual hace su camino, pienso. Dicho y hecho o, mejor, pensado y hecho, me levanto de la mesa y les digo que me voy hasta el Alto do Poio. Llevamos más de una hora esperando que aparezca alguno más del grupo, y por aquí no ha venido nadie. Hay que moverse. Amán y el francés se vienen conmigo y Gina, dudando, nos dice que se va con Bapu, a ver qué tal está el albergue.

El tiempo está cambiando. Han aparecido unas nubes bajas y sopla un fuerte viento de frente que dificulta nuestro andar, en estos nueve kilómetros hasta el alto do Poio. Vamos los tres con un paso realmente rápido, por lo que llegamos al albergue del bar El Puerto muy cansados. Lo que nos encontramos nos deprime un poco. No hay calefacción y sí mucha humedad. Pero no tengo nada que reprochar. Desde O Cebreiro había llamado por teléfono y la señora, muy amable, me había advertido de las condiciones del albergue. Incluso, me había aconsejado que no fuera allí en un día como éste. Sentados en la mesa del bar mientras nos comemos un bocadillo, vivimos un momento tenso de incertidumbre. No está claro qué vamos a hacer. Nos queda una hora escasa de luz y tomo una decisión. Yo no me quedo aquí. Amán acepta con resignación y se levanta. El francés, a regañadientes, no tarda en hacer lo mismo. A nadie se le obliga. Además el grupo se está disgregando, y cada uno tiene que hacer lo que le parece mejor.

Si ya íbamos rápido antes, ahora aún más. Pero yo estoy contento. Me gusta la aventura. No tiene por qué estar todo siempre planificado y ordenado. No es mi deseo, la verdad. Pero tampoco me importaría tener que llegar hasta Triacastela. Tenemos toda la noche por delante. Cuando llegamos a Fonfría, nos encontramos con el albergue cerrado. Pero no perdemos tiempo. Seguimos con nuestro ágil caminar cuesta abajo. Llegamos a O Biduedo cuando está anocheciendo. Nos reímos como tontos al sentir que nuestra aventura tiene un final feliz. Hay un hostal nuevecito a la entrada a 15 euros por cabeza. Nada que no podamos asumir. La alegría que sentimos se desborda cuando entramos en el bar, y nos encontramos a Gina sentada en la barra con un vino en una mano y un cigarro en la otra. Como si nada. Había decidido salir tras nosotros, pero cuando estábamos en el albergue del Poio, ella había pasado de largo sin vernos. Y hasta aquí ha llegado. Sola. Como si nada.

La mujer del hostal nos dice que para sólo cuatro peregrinos no va a encender la calefacción. Yo la entiendo. Espero que nos entienda también, que nos vayamos a Casa Xato, el otro hostal de Viduedo. Es una casa antigua en el centro del pueblo con calefacción, por supuesto. Una señora encantadora y una cena con la matanza de la casa. ¡Qué final de etapa más maravilloso! En la cena coincidimos con dos peregrinos guipuzcoanos a los que hemos visto en varias ocasiones a lo largo del Camino, pero ellos nunca duermen en albergue. Y cenar, siempre en los mejores sitios. Yo también quiero hacer así el Camino algún día. Al fondo del viejo pero encantador comedor hay una mesa larga con una veintena de comensales. A las siete de la tarde, todavía están con la sobremesa de la comida. Son los directivos de una Caixa de ahorros, que han estado decidiendo sobre la fusión con otra Caixa de ahorros también gallega. Aquí, en esta aldea de la montaña, en el mismo comedor, los peregrinos y ellos. Qué mundos en un mismo mundo…

Diario Camino Santiago / etapa 26

Durante todo el Camino tengo como objetivo llegar a Santiago. La ciudad. Ir en dirección al oeste. Lo llevo en mente.

Por eso no dudo por la mañana, cuando me levanto, al cargar con mi mochila y salir a caminar. Justo me lavo la cara, me visto y salgo del albergue en ayunas. Siempre encuentro un sitio donde parar a desayunar al rato de estar andando. Hoy es diferente. Esta mañana, Celia nos ha preparado en el comedor de Casa Xato, un desayuno de los de antes. Ante mí tengo la mesa con el tazón de café con leche, la mantequilla y mermelada de la casa, el pan tostado, las madalenas y los zumos. No estoy acostumbrado a salir a caminar con el estómago tan lleno. No me importa nada, por supuesto. Voy feliz mientras salgo de Viduedo y comienzo el largo descenso hacia Triacastela. Está amaneciendo y sopla un fuerte viento del oeste, de frente. Al poco rato de comenzar a andar, los cuatro que hemos salido de Viduedo, Amán, el francés, Gina y yo, nos separamos unos metros unos de otros. Ésta es una de las cosas que más me gustan del Camino de Santiago. Vamos juntos pero separados. Entre el primero y el último de este cuarteto no hay una distancia mayor a los cincuenta o cien metros. Esto quiere decir que cada uno va a lo suyo. A su ritmo y con sus pensamientos. Pero, en todo momento, tenemos un sentimiento de viajar acompañados.

Al llegar a Triacastela nos encontramos con la sorpresa del día. A esta población se llega bajando por un bosque y, nada más dejar los últimos árboles, te encuentras con las primeras casas. Justo aquí, a la altura de la primera casa, de pié con la mochila puesta y mirando hacia el bosque, está Marian, esperando a que llegáramos. El joven alemán había decidido separarse de su compañero de aventura, Bapu. Vienen andando desde Alemania sin separarse un solo momento. Y, de repente, deciden hacer los últimos días, hasta Santiago, separados el uno del otro. Nos sorprendernos al verle ahí en pié y nos alegramos. Nos reímos y le preguntamos por su estado, en este orden. Ésta ha sido su primera noche en solitario, sin nuestra compañía y, sobre todo, sin su compañero de Camino. No lo ha pasado nada bien y su decisión de ayer la ha cambiado por una decisión igual de tajante. Quedarse aquí, de pie a la entrada del Camino en el pueblo, esperando a que llegáramos. Calculamos que lleva cerca de una hora, con la mochila puesta, mirando hacia el bosque. Si hubiéramos dormido en O Cebreiro, hubiera estado entre tres y cuatro horas esperando. Posiblemente, en la misma posición. Nos reímos mucho. Creo que él no entiende muy bien qué es lo que nos hace gracia, y continuamos nuestro caminar con el cuarteto convertido en un quinteto.

Atravesando Triacastela nos encontramos con una suiza que se une al grupo. Con esta chica hemos coincidido algún otro día, pero no se ha unido a nuestro grupo. Su Camino, que no lo hace entero esta vez, se lo plantea en solitario. Este tramo, hasta Sarria, lo hace junto a nosotros. A la salida de esta localidad, tenemos dos opciones, de nuevo. A la izquierda está la variante de Samos, y a la derecha, la de San Xil. Sin discutirlo y, casi sin hablarlo, cruzamos la carretera y nos vamos por la derecha. Da pena no pasar por el monasterio de Samos, pero me consuelo pensando que es otra cosa que dejo pendiente para un próximo Camino. Durante un buen rato caminamos juntos en agradable charla conjunta. Aquí no hay nada forzado. Cuando apetece ir de charleta, surge sin más. Y cuando apetece ir solo, no tienes más que acelerar el paso o parar un rato. Es una gozada. Como es una gozada, también, el Camino por Galicia.

Vamos por pequeñas carreteras poco transitadas, pistas o senderos de monte. Todo muy bien marcado y sintiendo que vas por el Camino de Santiago. Y no, como ocurre en algún otro sitio, que parece que aprovechan tal carretera o tal pista para que pase el Camino por allí. En Galicia, allá por donde pasas, parece que está hecho expresamente para el caminar del peregrino. La tranquilidad y el silencio, las pequeñas aldeas por las que discurre el Camino, el entorno de naturaleza pura y los paisajes, convierten cada paso del peregrino en un auténtico disfrute.

En un constante subir y bajar llegamos a un alto a siete kilómetros de Sarria, desde el que se divisa la localidad. Pero ya he aprendido la lección. Nunca es tarde. Y no me acelero ni me emociono. He aprendido que los peores momentos caminando los he vivido cuando he visto, a lo lejos, mi final de etapa. Tiendes a relajarte. A acelerar el paso. A pensar que ya has llegado. Te ves duchándote y comiendo algo. Y, sin embargo, lo que sientes al rato, es que no llegas nunca. Comienzo mi descenso con esa tranquilidad propuesta pero, al rato, toda mi intención se va al traste. Esa ligera y discontinua lluvia que nos ha acompañado a lo largo de la jornada, se convierte en un incómodo chaparrón. Hace frío. Cuando miro hacia atrás, veo los montes por donde pasamos ayer, totalmente cubiertos de nieve. Acelero el paso. Casi corro con mi mochila. Y, de nuevo, llego reventado al final de etapa.

Último esfuerzo en el largo tramo de escaleras que me llevan hasta el albergue. Voy tan ciego, que no veo la entrada del albergue a treinta metros, a mi derecha. Así me veo. Empapado, cansado y ofreciéndome un “postre”, en forma de una vuelta por la iglesia de Santa Mariña siguiendo la invasión de flechas amarillas. Cuando por fin lo encuentro, compruebo que el albergue de la Xunta de Galicia está limpio y caliente. Los problemas con las calefacciones que he padecido los últimos días, desaparecen de golpe. Los albergues oficiales de la Xunta están realmente bien. Sólo tienen un problema: no tienen un solo utensilio de cocina. A no ser que los lleves cargando en tu mochila, tienes que salir a cenar fuera.

Diario Camino Santiago / etapa 27

Aunque quisiera, hoy no puedo prepararme el desayuno en el albergue. No hay absolutamente nada en la cocina. Ni cazuelas, ni cubiertos, ni platos , ni tazas. Nada.

Es la primera vez que nos ocurre esto en todo el Camino. Yo no tengo ningún problema, porque he desayunado todos los días en algún bar. Como sé que algunos de mis compañeros son inexpertos en esto de encontrar un lugar cercano donde desayunar, me encargo de esta tarea. Cuando aún está oscuro fuera. No tardo mucho en volver al albergue en busca de mi mochila y, para indicar a mis compañeros dónde hay un lugar abierto en domingo en el que podamos tomar un café. Esta vez no estoy sólo. Estoy con mis compañeros tranquilamente desayunando mientras esperamos a que se haga de día. Me hace ilusión estar acompañado en este momento. Al rato entra una persona, que ha dormido en el albergue, a estropearme el desayuno con sus extrañas preguntas. No es peregrino, como algún otro que ha dormido esta noche, y ya nos dio ayer la noche. En la sala de las literas, ya con las luces apagadas, se ponía a hablar con voz alta y ronca. No sé si bajo los efectos del alcohol. Hasta que un peregrino se puso serio y le mandó callar con bastante determinación. En este albergue no hemos tenido mucho ambiente de peregrinos.

Nos encaminamos por las calles de Sarria hacia lo alto de la población, siguiendo las flechas amarillas. Sólo vamos cuatro. Poco antes, en el bar, Marian nos ha comunicado que él se quedaba allí a esperar a su compañero de Camino. El italiano Amán, que se ha recorrido casi todo el mundo en aventuras solitarias, me ha mirado con una cara entre divertido y sorprendido. No le hemos dicho nada. Ni tampoco nos hemos dicho nada entre nosotros mientras nos mirábamos sonrientes. Pero, seguro, hemos pensado lo mismo. Llevan meses caminando juntos y, a cinco días del final, deciden que deben separarse. Ahora lo tenemos aquí, añorando a su compañero y dispuesto a pasarse todo el día deambulando por las calles de Sarria hasta que lleguen los demás. Los albergues cierran temprano sus puertas, y el resto de nuestro grupo ha dormido esta noche en Triacastela. La conclusión es sencilla. Se pasará todo el día en la calle hasta que lleguen. Y volverá a dormir esta noche en el mismo albergue. Cada cual hace el Camino a su manera. Como la vida.

No hay grandes desniveles en esta primera parte de la etapa. Y nos llueve intermitentemente con mucho frío. A pesar de eso, voy feliz. El trazado del camino es maravilloso. Vamos pasando bosques, prados, riachuelos y pequeñas aldeas. Una detrás de otra. Cerca de Barbadelo alcanzamos a los dos guipuzcoanos y compartimos un tramo del Camino con ellos. Esta noche no han dormido en el albergue, como siempre. Y seguro que cenaron en el mejor o más típico restaurante de Sarria. Aquí van, con un fácil caminar y en continua y animosa charla. Al cabo de un rato, mientras los estamos dejando atrás, pienso que esta noche volverán a dormir en una cama con sábanas. Y que cenarán en el lugar más emblemático de la población donde sitúen su final de etapa. Ya han hecho el Camino de Santiago en varias ocasiones. Y, me imagino, que no siempre de esta manera. Hacen otro Camino dentro del mismo Camino. Yo les veo disfrutando mucho. En algunos momentos tenemos que caminar por tramos en los que parece que vamos por el cauce de un río, de la cantidad de agua que fluye por el empedrado. Estas zonas están preparadas con unos “pasales” por los que tenemos que ir pasando de piedra en piedra, mientras vemos cómo corre el agua bajo nuestros pies. Baja mucha agua por estos empedrados. Además llueve y hace frío. Pero no me importa nada.

Realmente, no es que no me importe. Es que realmente no me doy ni cuenta. Estoy disfrutando en todo momento de la belleza de este camino. A cada paso que doy me va gustando más lo que me rodea. Es un continuo deleite. Aún me abstraigo más de la lluvia y el frío, cuando nos encontramos con el mojón de cien kilómetros a Santiago. A partir de ahora, la cuenta atrás la haré con números de tan sólo dos cifras. Dos kilómetros más allá del mojón, entramos en Ferreiros. Otra alegría que añadir al cuerpo. Junto al albergue público está el mesón Casa Cruceiro. Con menú del peregrino a 8 euros. Nos colocan en una pequeña estancia cercana a la cocina. Y aquí pasamos un buen rato. Solos pero calentitos. Poniéndonos hasta arriba de comer con el menú del peregrino. Ciertamente, no es mala la vida del peregrino. Pienso yo.

Los diez kilómetros hasta Portomarín son más de la misma maravilla. Preciosas sendas en un entorno de naturaleza verde. Y un continuo pasar de aldea en aldea. Es cierto que ya no vemos más fondas, ni restaurantes, ni bares donde parar. Pero llevamos reservas suficientes con lo que hemos comido en Ferreiros. Además, sale el sol. Qué más podemos pedir. Este momento en el que el sol nos da testimonio de que está ahí, coincide con la vista de Portomarín desde lo alto. Ya nos queda, tan sólo, bajar al cauce del río Miño. Cruzar el embalse de Belesar. Y subir al nuevo Portomarín. Están abiertas las compuertas del embalse y el agua fluye como río. Esto nos permite contemplar el antiguo puente y las ruinas de las casas del original pueblo de Portomarín, normalmente sumergidas bajo las aguas del embalse de Belesar. El nuevo Portomarín se encuentra al otro lado del puente.

Subimos hasta el pueblo sin encontrar a nadie. Pasamos por la plaza donde se encuentra la iglesia de San Nicolás, transportada piedra a piedra desde el antiguo pueblo. Y llegamos al albergue. Aquí tampoco hay nadie. Sólo un pequeño papel escrito a mano en el que nos advierten de que la hospitalera se ha ausentado y que vendrá más tarde. Lo cierto es que hemos visto a tanta gente aquí, como la que hemos visto desde lo alto del puente en el antiguo Portomarín. O sea, a nadie. Al atardecer salimos y nos encontramos un cambio radical. El pueblo está lleno de vida. Los bares llenos. Algunas tiendas están abiertas. Y la gente va de un sitio a otro. Decidimos abandonar nuestra jornada de soledad, paz y espiritualidad. Y nos sumergimos en un bar lleno de parroquianos, y algún que otro peregrino, donde comemos algo y disfrutamos con el partido de fútbol dominical. En cuestión de minutos, hemos pasado de ser unos silenciosos y pensativos peregrinos, a estar gritando frente al televisor mientras vemos a unos tíos en calzones, pegando patadas a un balón. Qué rápido cambiamos.

Diario Camino Santiago / etapa 28

Son las ocho de la mañana de este último lunes de noviembre y aún no ha amanecido. Paso por delante de la iglesia de San Nicolás de Portomarín con la única luz de unas cuantas farolas.

No me gusta salir a oscuras. Pero hoy es necesario. Tengo pensado recorrer los cuarenta kilómetros que me separan de Melide. No sé si será porque el trayecto por Galicia es tan agradable o porque ya me he acostumbrado a caminar cargando con mi mochila. Pero mi cuerpo, o mi mente, aguanta mucho más. Por otra parte, el llevar veintisiete días caminando ininterrumpidamente, hace mella en mi cuerpo cansado. Aún así, salgo convencido y decidido hacia el embalse. Desciendo. Cruzo la pasarela sobre el río y comienzo a ascender por el bosque, bajo la tenue luz de un amanecer cubierto de nubes. Al principio la subida es fuerte. Luego se suaviza para mantenerse estable por varios kilómetros. Casi once. No quiero pensar en lo que tengo por delante. Sólo en caminar. Caminar a un ritmo constante. A ratos llueve y, en todo momento, el camino va ascendiendo. Pero no me importa. Voy disfrutando con la belleza de este camino. Como ayer. Y los kilómetros van pasando. A los doce kilómetros paramos en Hospital da Cruz a tomar un café. La excusa para descansar un poco en un lugar protegido y caliente.

Cuando entramos al bar llovía, pero cuando salimos nos encontramos al sol peleándose con las nubes por darnos un poco de calor. Atravesamos el nudo viario de la N-540 y afrontamos el último tramo de ascensión hasta la divisoria de aguas de la sierra de Ligonde. El sol ha perdido la batalla en el cielo. Y nosotros la hemos perdido en la tierra. Ya no pisamos camino. Pisamos asfalto. Me han contado que el Camino de Santiago era un camino, hasta que hace unos años, a una mente preclara se le ocurrió llevar el “progreso” a este tramo del Camino y asfaltarlo. Sinceramente, los kilómetros se me antojan más largos y me canso más cuando voy caminando sobre el monótono y uniforme piso del asfalto. Luego nos encontramos con un andadero o arcén de tierra, con el que años más tarde quisieron reparar el desaguisado de la brea. Nosotros nos resignamos, pero el cielo parece que no. Comienza a llover, arreciando cada vez más hasta convertirse en un auténtico chaparrón cuando entramos en Palas de Rei.

La parada aquí es corta. Lo justo para comer un bocata, beber algo y emprender la marcha. Me acuerdo de esas etapas pasadas. Mucho más cortas. Parábamos a comer en mesa con mantel y cubiertos, acompañando la comida con una botella de vino. Y hasta una pequeña sobremesa con el café. Hoy no. El margen de luz que nos da el mes de noviembre nos apremia. Nuestras paradas deben ser breves. Y nuestro caminar, continuo. En A Coruña el Camino vuelve a ser agradable. Por empedradas pistas y senderos. Han sabido mantener los árboles autóctonos en los bordes del camino y hay tramos realmente mágicos. Llueve discontinuamente y me mojo para, seguidamente sin parar de andar, volverme a secar con el propio calor de mi cuerpo cuando cesa la lluvia.

A pesar de las continuas subidas y bajadas, de la falta absoluta de un tramo llano, mi mente y mis piernas están respondiendo. Pero son muchos kilómetros. Y llegando a Melide noto un cierto agotamiento general. Llego cansado, pero no arrastro las suelas de mis botas como en otras etapas con menor kilometraje. Me doy cuenta de que me he ido adaptando a caminar con la mochila a cuestas. Ya no siento esos extraños dolores que aparecían en diferentes partes de mi cuerpo. Esto no tiene nada que ver con correr o salir a andar por el monte. Puedo estar muy bien físicamente. Muy entrenado. Pero el estar andando a diario es algo diferente. En cualquier deporte o actividad, cuando te surge una molestia, ésta va a más. Se acentúa. Extrañamente, en el Camino, cuando me aparecía una molestia en algún músculo, esta desaparecía al día siguiente. O a las horas. Y se cambiaba por otra en otra parte del cuerpo. No llego a entender la razón.

Ahora no. A falta de tres días para llegar a Santiago, he completado cuarenta kilómetros sin grandes molestias. Eso sí, con mucho cansancio. Algo normal de un agotamiento acumulado después de tantos días andando sin descanso. Pero, a pesar de llegar exhaustos tras nueve horas de caminata, no tardamos en recargar las pilas. Tras una ducha, un cambio de ropa y un corto reposo, salimos a dar una vuelta por Melide. Con final feliz en la pulpería. No es la dieta del deportista, pero sí la del peregrino.

Diario Camino Santiago / etapa 29

Salgo del albergue con el plástico cubriendo mi cuerpo “amochilado” de arriba a abajo. Una persistente lluvia empapa el alba de Melide.

Empezamos a caminar, y tengo la impresión de que el día no acaba de desplazar a la noche. Las nubes, bajas y oscuras, y la incesante lluvia, mantienen la tenue luz del amanecer durante mucho más tiempo de lo habitual. Sólo me queda agachar la cabeza y avanzar, mientras oigo el sonido de mis botas chapoteando en el barro. Y el de las gotas de lluvia golpeando mi caparazón de plástico. Nací en una ciudad, pero soy de campo. Y mi instinto campestre me dice que esta lluvia es terca. El tiempo no es como el de ayer, con chaparrones intermitentes que permitían momentos de calma donde alargar mi vista hacia el horizonte. Hoy la lluvia se ha instalado para pasar el día entero. Yo me instalaré en un perseverante caminar y en los paisajes más cercanos. Tengo treintaicinco kilómetros por delante. Casi nueve horas andando en estas condiciones, por un camino que no conoce el llano. Y, sin embargo, no me importa nada. Me da absolutamente igual.

Incluso me atrevo a decir que disfruto de estás dificultades. Disfruto sufriendo. Reto a que me pongan más obstáculos, que me será indiferente. Los pasaré sin la más mínima queja. Mañana estaré en Santiago. Somos cuatro los que caminamos impenitentes bajo la lluvia. Los cuatro adelantados de la “familia” que hemos creado durante el Camino. Los demás vienen con un día de retraso desde que nos separamos en O Cebreiro. Caminamos juntos. No nos separamos más de veinte metros entre el primero y el último. Y nos sentimos acompañados. Pero cada uno camina solo. No nos hablamos entre nosotros. Avanzamos con nuestros pensamientos. En soledad. Es complicado explicar que en el Camino puedes llegar a vivir tan intensamente semejante contradicción. Que te sientas cálidamente acompañado, al mismo tiempo que camines en la más absoluta soledad. Pero no haré ningún esfuerzo por explicarlo. Quien haga el Camino puede llegar a comprenderlo. Así vamos los cuatro caminando bajo la lluvia. Separados por varios metros unos de otros. Por fascinantes senderos y pistas rodeados de árboles y verde. Juntos pero en soledad. Por delante va el francés, de quien nadie de su entorno sabe que está haciendo el Camino. Y yo lo respeto. Un poco más atrás camina Amán, el italiano aventurero que se ha recorrido gran parte del planeta en solitarias aventuras. Y considera el Camino una más. Tras él, Gina, la sorprendente coreana.

A los coreanos los vi por primera vez en Zubiri. Por allí estaban en sus primeras etapas del Camino totalmente perdidos. Father, Gina y Puka tenían un caminar lento y, en algunos momentos errante. Distantes del resto de peregrinos. En Logroño ya tuvimos un primer acercamiento compartiendo mesa en la cena conjunta del albergue. A partir de allí ya fuimos juntos y formaron parte del grupo. Pero siempre manteniendo las distancias. A partir de Carrión, “father”, el cura amigo de Puka, puso camino de por medio y se fue hacia adelante. Puka y Gina se integraron más en el grupo. Y asumieron el rol de madres de Bapu y Marian, los dos jóvenes alemanes. Se ayudaban mutuamente y mantenían largas conversaciones caminando. Las culturas se acercaban tanto que llegaban a concluir que, en lo básico, somos iguales.

Hace cinco días Gina se separó de su íntima amiga Puka, cuando nos la encontramos ya anocheciendo en el bar de Viduedo. Sola, con su cigarro y su vaso de vino. Inolvidable y entrañable imagen. A los tres nos hizo ilusión verla, pero pensamos lo mismo. Que no aguantaría nuestro ritmo. Y aquí la tengo, sorprendente e incansable. Ayer hicimos cuarenta kilómetros y ella no rechistó. Hoy tenemos treintaicinco bajo la lluvia y no ha dado una sola muestra de debilidad. Nos hace gracia su enérgico caminar. Amán la imita poniéndose tras ella. Paso derecho, bastón izquierdo adelante; paso izquierdo, bastón derecho adelante. Así durante horas. Bajo la lluvia. Sin hablar. Sin desfallecer. Maravillándonos con su tesón. Sorprendente.

Hemos pasado de largo Arzúa sin parar a comer nada. Íbamos enfilados a buen ritmo bajo la lluvia. Y nadie ha creído necesario hacer una parada. Al llegar a Calle, ya con veintidós kilómetros en el cuerpo, nos encontramos con el albergue cerrado. Los cuerpos agotados y las mentes ofuscadas nos llevan a una indecisión, que bajo una persistente lluvia, se convierte en tensión. Miro a mi alrededor y veo caras de no poder más. Necesitamos parar. Comer algo y protegernos de la lluvia por un rato. Si seguimos por el camino, sólo tenemos aldeas sin servicios hasta Santa Irene, a tan solo tres kilómetros de Arca. Y no sé si seríamos capaces de llegar. Ha sido como un interruptor. De repente hemos dejado de caminar solos cada uno de nosotros. Ahora somos grupo. Y, como grupo, buscamos una salida a esta situación. La nacional 547 no está lejos. Hay más posibilidades de encontrar algo, que en este pueblo donde no se ve un ser viviente en este lluvioso día. Cuatrocientos metros nos separan del camino a la carretera.

Cuatrocientos metros que tenemos que andar de más. Pero la suerte nos acompaña. Hemos encontrado un bar de carretera. Pienso en que hace unos minutos éramos solitarios peregrinos caminando uno detrás de otro. Y ahora somos un grupo de peregrinos que hemos tenido un problema y le hemos encontrado solución. Somos un grupo de peregrinos felices y dichosos sentados alrededor de una mesa llena de comida. Fuera sigue lloviendo.

Mi previsión se ha cumplido y no ha parado de llover en todo el día. Hemos parado otra vez en Santa Irene. En el restaurante O Empalme, donde nos hemos sentido como en casa. Una parada necesaria para afrontar los últimos tres kilómetros que se nos hacen eternos. Llegamos a Arca do Pino con el cuerpo agotado, pero con la determinación intacta. Después de lo que hemos pasado hoy, en cualquier otro lugar, estaríamos para tumbarnos y no levantarnos. Nosotros estamos como si nada. Alegres. Como si llegáramos de dar un pequeño paseo. Sin las mochilas nos sentimos levitando.

Diario Camino Santiago / etapa 30

Son veinte los kilómetros que debemos recorrer desde Arca hasta la catedral de Santiago. Todo ello por un terreno ondulado. Un continuo subir y bajar. No. No puedo darle la normalidad a esta etapa.

Intento, desde primera hora de la mañana, comportarme como en una jornada más. Pero no puedo. Hoy es el último día de este largo viaje caminando. Es el final del trayecto. O el comienzo, según se vea. O según lo sienta el peregrino. Entiendo que la frase repetida por mí de “hay tantos Caminos como peregrinos” es simplista. Pero muy válida. La puedo aplicar a otras muchas cosas en el día de hoy. En el día en que acaba mi periplo a pie. Puedo también decir que “hay tantos sentimientos al llegar a Santiago, como peregrinos”; o tantas conclusiones o tantas motivaciones. En definitiva, cada peregrino es un mundo, y hará el Camino por donde decida, siguiendo, o al margen de las flechas amarillas. Cada peregrino vivirá el Camino de una manera diferente. Lo mismo que el antes del Camino y el después. Sobre todo el después.

Nos levantamos. Desayunamos. Y partimos muy temprano. Mucho antes que el resto de los días. Y comenzamos a caminar cuando aún no ha amanecido. Ya lo digo, hoy no es un día normal. Todos los días son diferentes. Es cierto. Pero hoy especialmente. Nada más salir de Arco, entramos en un frondoso bosque que debemos atravesar. Hemos dejado atrás las farolas de Arco y, todavía sin amanecer, la oscuridad es total. Me gusta mucho caminar a oscuras. Agudizo los sentidos y siento un extraño cosquilleo. Lo suelo hacer con la luna llena. Pero alguna vez, también, sin la tenue luz de la luna. Como hoy, por eso voy disfrutando y no enciendo mi frontal. En este bosque he encontrado la metáfora del día. Caminar a oscuras, agudizando los sentidos y los sentimientos. Abstrayéndote del entorno y fijando toda tu atención en ti. En cada uno de tus pasos y en tu interior. Al salir del bosque, vemos la luz.

Mientras caminábamos por el bosque, no podíamos ver que el cielo se iba clareando lentamente. Los árboles nos impedían comprobar que el día iba desplazando a la noche en un lento amanecer. La luz aparece repentinamente en cuanto traspasas los últimos árboles del bosque. Para mí este bosque lo es todo en la última etapa del Camino. El resto hasta Santiago es andar. Simplemente avanzar. Pasamos por caminos y pistas. Subimos y bajamos. Rodeamos el aeropuerto. Atravesamos autopistas y llegamos al Monte do Gozo por pistas asfaltadas. Caminamos ágiles y ligeros. Dichosos. sin sentir molestias ni cansancio. Por el Monte do Gozo pasamos sin parar. sin ninguna consideración. A mí no me llama la atención. Y, creo, que a los demás tampoco porque no muestran la más ligera intención de ver algo de todo el tinglado. La entrada a Santiago, llena de grandes hoteles, centro de convenciones, edificios modernos y calles anodinas, nos hace sentir extraños por un momento. Aceleramos el paso para entrar en la parte antigua de la ciudad. Para caminar por las calles empedradas y sin tráfico. Para sentirnos, de nuevo, peregrinos.

Al entrar en la plaza del Obradoiro cesa la lluvia y nos acaricia un trozo de sol que se cuela entre las nubes. Lo mejor de la entrada. Ya está, ya hemos llegado. O, quizás, empezamos. Cumplimos con la parafernalia de la llegada con gran ilusión. Somos unos peregrinos más de los miles y miles que llegan hasta aquí. Pero nos sentimos especiales. Cada uno de nosotros es singular. Podía recordar los días vividos en esta travesía, ya tan lejanos algunos. Las gentes que he conocido. A mis compañeros de Camino o las diversas vivencias. Pero no, simplemente vivo el momento, me dejo llevar por mi estado de ánimo.

Por mis sensaciones. Por la alegría de haber llegado. Por la tristeza de haber acabado.

Diario Camino Santiago / etapa 31

A lo largo del Camino he luchado por hacer de esto algo personal. No contaminarlo con cosas externas.

Creo que a todos los que estamos en el grupo formado a lo largo de este camino, nos ha pasado lo mismo. Nos sentíamos cómodos juntos. Pero queríamos vivirlo solos.

Casi siempre salía solo por la mañana, sin saber si nos volveríamos a ver. Pero nos volvíamos a encontrar. En alguna ocasión tomé un desvío diferente. Pero nos volvíamos a encontrar.

Parecía que en O Cebreiro nos separábamos definitivamente. Pero hoy nos volvemos a encontrar.

Aquí estoy, en la plaza del Obradoiro recibiendo al resto de mis compañeros. Dándoles la bienvenida. Dando y recibiendo. Como lo ha sido durante todo el Camino.